Lo que mató a Segismundo
Otoño
Ya nadie se acuerda de Segismundo Andrade. Se suicidó cuando yo acababa de cumplir seis años y toda mi familia supo sobrellevar la pérdida, al parecer más rápido de lo que cuentan. Recuerdo que atendía una pequeña librería, que era el hermano de mi madre y que siempre andaba con dulces de menta. Es todo. La historia cuenta que se colgó de una viga en el garaje de su casa, tal como los célebres suicidas de todos los tiempos: atándose una soga al cuello. Se dice que antes de ejecutar el acto fue a dejar a su querida tienda de libros un cartel que decía “cerrado por duelo”. Ése era el tío Segismundo. El día de su funeral me dijeron que se volvió loco, ni una palabra más. Yo era sólo un niño, pero a medida que pasaron los años la explicación no fue mejorando.
Una añosa y enmohecida caja de cartón vino a despertar mi interés por su muerte, casi diez años después. Mi madre y yo limpiábamos el sótano de la casa, tras mucho tiempo de omitir su polvorienta existencia subterránea, cuando me topé con la susodicha en un rincón entelarañado. Se leía la palabra “Segismundo” en uno de sus costados, escrita con la tinta ya desteñida de un plumón negro. Rebozaba de libros, cuadernos y papeles, como si quisiera ser explorada. Se la mostré a mi madre y me dijo que me deshiciera de ella, que no era más que basura. Su indiferencia debió haberme molestado en algún nivel subconsciente, ya que nunca supe muy bien por qué llevé la caja a mi habitación.
Digamos que el tío Segismundo actuó como mi portal hacia otra dimensión. Es una buena analogía. Su depósito de cartón, al que podríamos llamar el residuo de su carácter, contenía libros de materias tabú aún para nuestra época. Había textos de filosofía moderna, historia de Oriente, física cuántica, ufología, viajes astrales, metempsicosis, estado del bardo, facultades parasensoriales, terapia subhipnótica y teosofía. Además de sendos ensayos, de puño y letra de mi tío, acerca de la inteligencia del Cosmos, de la decadencia del Hombre y de la agonía del mundo actual. Se imaginarán la hecatombe que produjeron en mí tales escritos, aunque lo más sorprendente fue otra cosa: su diario de vida.
Invierno
Me encandilé. Es una lástima que el hervor de la sangre, propio del entusiasmo, provoque obsesión y todas sus consecuencias. La desgastada caja de mi tío Segismundo operó en mí como un hallazgo revelador, fascinador; todo marchó de modo tan hipnótico que me aislé del mundo exterior, dejé de asistir a mis clases de la universidad y reprobé un par de ramos. Lo único que hacía era devorar textos que me remecían; por ejemplo, los ensayos escritos por mi tío, ensayos en que se repetía la idea de que nos hemos sostenido en visionarios que abrigaron la angustia de estos espacios infinitos, gente que concibió que vivimos un capítulo primario de la historia, una historia cuyos bestiales y obtusos personajes quizá nunca permitan su apogeo. Asimismo, los libros relativos a los planos del universo y a la intervención que la conciencia del hombre puede alcanzar en ellos, de intentarlo, me volaron la mente. Incluso hallé unas obras muy arcaicas y enigmáticas que me requirieron varios días de investigación, ya que estaban escritas en un idioma nuevo para mí (después supe que era sánscrito).
Había leído cerca de la mitad del material de la caja cuando me encontré con su diario de vida. Se trataba de un cuaderno con fechas esporádicas que iban desde 1972 hasta 1987. Su lectura era dificultosa; la caligrafía de mi tío era apresurada y el escrito estaba atestado de garabatos, diseños y apuntes con letra chica en torno al cuerpo principal de cada página, como si cada jornada hubiese sido redactada producto de un impulso incontenible. No quise leerlo de una sola vez, de rebato, sino que me di el tiempo de intercalarlo con otros textos; la idea era procesarlo, reflexionarlo, interpretarlo. Siendo honesto, quedé pasmado: su vida era fascinante, no precisamente por lo aventurera o novelesca, sino que por la complejidad de su carácter y lo que ello trajo consigo. Por medio del diario de vida, comprendí que mi tío Segismundo nunca transigió del todo con lo que le mostraban, de modo que emprendió una suerte de búsqueda mística algo errática, colmada de cuestionamientos existenciales y metafísicos.
Hasta ese momento, por lejos, lo que me había parecido más asombroso fue su participación en una secta, al parecer secreta y antiquísima, que suministraba dinero a sus miembros para que se dedicaran a la perfección de su alma y consiguieran liberarse de la dominación de los sentidos. Para explicar cómo llegó ahí es mejor transcribir las palabras que empleó en su diario: “fui invitado por un hombre que proyectaba una poderosa luz blanca de sus contornos”. Lo más curioso es que se trataba de un resplandor que sólo mi tío Segismundo y los integrantes de la congregación podían ver. Recuerdo haber leído con devoción el relato que hizo de su rito de iniciación: “fui llevado con los ojos vendados a un lugar con mucho viento y lanzado a un barranco, o lo que se sentía como un barranco; caí en agua y al intentar llegar a la superficie me topé con una especie de techumbre submarina; desesperado y ciego, busqué infructuosamente una vía de escape hasta que la asfixia me lo impidió. Más tarde, luego de que un paramédico extrajera el agua de mis pulmones con respiración artificial, fui recibido con un aplauso por los miembros de la congregación. El líder me explicó que acababa de experimentar una muerte simbólica, una suerte de alegoría del renacimiento que viviría”.
Primavera
Hablemos de moscas. Especies, morfologías, alimentación, formas de reproducción, hábitat. Es cierto, mi propuesta parece descontextualizada, pero me permite demostrarles el desconcierto que me provocaron trece páginas del diario de mi tío, trece páginas exclusivamente dedicadas a las moscas. Si bien los apuntes de su cuaderno carecen de un orden temático, un informe sobre insectos escapaba de toda lógica. Sólo después de un par de lecciones forzadas sobre biología parasitaria, que imagino de otra forma nunca hubiese aprendido, me topé con la razón de su fijación. A intervalos lúcidos, mi tío entregó fechas y antecedentes que me permitieron armar el rompecabezas, datos que poco a poco me hilaron una tormentosa crisis de angustia. La historia va más o menos así: de la noche a la mañana, mi tío decidió confinarse en su habitación. Al tanteo, pienso que estuvo unos seis meses en su alcoba; orinaba en botellas, defecaba en una vasija y consumía poca comida y muchas pastillas. Se la pasaba acostado. Al cabo de un mes, el hedor repletó el cuarto de moscas, las cuales por algún motivo embelesaron sus alteradas facultades mentales; perdido, escudriñó en los libros de su cuarto todo el material que pudo encontrar en torno a ellas, incluso en base a la observación sacó rupturistas conclusiones relativas a su comportamiento, como si fueran la clave. La clave que le diera la respuesta que buscaba. Leí el resto del diario de un tirón. No pude contenerme. Necesitaba saber qué lo llevaba a su muerte.
Después de su trance “mosco-melancólico”, hay un período de alrededor de dos años en que mi tío no escribe nada. Retoma el diario de vida una vez escalado el barranco, supongo. Tras su silencio, el primer escrito de su bitácora se extiende por numerosas páginas en torno a su retiro del culto; me pilló por sorpresa, pues a lo largo del diario sólo había hecho comentarios muy puntuales sobre el líder y un par de ceremonias. Estas hojas sitúan a su autoexilio antes de su encierro domiciliario, por lo que sugieren una relación causal entre ambos sucesos, aunque no podría asegurarlo. Durante las primeras líneas habla de su creencia en la inmortalidad del alma, pero un par de páginas después, caprichosamente, bifurca el camino y se enfoca en su renuncia a la congregación, la que fundamenta en la mediocridad espiritual de sus integrantes, a excepción del líder, a quien describe como un individuo excepcional. Explica que el hombre de hoy adolece de soberanas paradojas derivadas de su naturaleza animal, lo que lo lleva a repudiar la fe y padecer de un hambre de eternidad mal entendida, que favorece la vanidad y ensalza el nombre. No sé si comprendí lo que quiso decir. Al final, el cuaderno refleja una época de oscuridad, plena de melancolía, donde mi tío se refiere a su incomunicación con el resto, a la belleza de la vida bohemia y a su adicción al alcohol y a ciertas substancias derivadas de plantas exóticas. El diario acaba cuadro años antes de su muerte, carente de desenlace, y nada dice acerca de su suicidio.
Decidí dar otro paso en mi obsesión y planeé una pequeña investigación dentro de mi familia. Lo que hice fue elaborar un cuestionario acerca del tío Segismundo y usarlo para interrogar a todos mis parientes. La mayoría me conversó de sus vicios: me dijeron que lo habían visto borracho, drogado, ido. Nadie, sin embargo, me habló de su personalidad o de sus pasiones, ni siquiera mi madre, su única hermana. Según ella, fueron cercanos durante la infancia, pero el tiempo los apartó; en seguida agregó que era raro. Cada familiar que entrevisté empleó el mismo epíteto: raro. Supongo que las novias de mi tío no habrían dicho lo mismo, o tal vez sí, quien sabe. De acuerdo al cuaderno, tuvo tres parejas importantes: la señorita D, la señorita N y la señorita C. Así las llamó en su diario. Las tres lo abandonaron, pero a mi parecer sólo la señorita N tuvo razones de peso. Habría sido revelador conversar con alguna de ellas, pero nadie las conoció. Tampoco pude recurrir a mis abuelos, ya que fallecieron antes de mi interés por su hijo. Con todo, me topé con dos datos que llamaron mi atención: 1) averigüé que la librería de mi tío no vendía textos filosóficos, esotéricos ni científicos, sino que sólo literatura y poesía (este punto me recordó una frase de uno de sus ensayos: “el arte es una conexión invisible con el espíritu que a través de símbolos, metáforas y parábolas da cuenta de verdades elevadas que quizá nunca entendamos de ser reveladas por la vía directa”); y 2) comprobé que nadie recordaba haber visto su cadáver.
Verano
El paso del tiempo pasó inadvertido bajo la dulce embriaguez de mi entusiasmo. Cada día me sumergía un poco más en la intimidad de un hombre incomprendido y complejo; cada día me aproximaba un poco más a Segismundo Andrade. Llegué al punto de sentir el ansia desesperada de averiguar el verdadero motivo de su muerte. Mal que mal, hasta dónde yo sabía, la caja de cartón y yo éramos las únicas huellas de su paso por este mundo. Después de muchos textos, supe lo que debía hacer para alcanzar mi meta: leer entre líneas. Cada libro, cada ensayo, cada apunte de su diario. Todo estaba lleno de grietas, grietas que escondían la resolución del misterio, la clave de su muerte autopropinada. Un repaso general de mis lecturas me dejó dos teorías. La primera: el tío Segismundo está vivo, en algún lugar. Todo era un plan para empezar de cero. La caja y el cuaderno fueron una broma, tal como el cartel que colgó en su librería antes del “suicidio”; un chiste irónico y macabro. La segunda: cayó en una depresión terminal. Claro, mi tío era un sujeto cuya arraigada angustia lo hizo dueño de elevados niveles de conciencia, cuestionamiento y búsqueda; era lógico: su profunda sensibilidad no fue capaz de adaptarse a la decadencia espiritual e intelectual del mundo de hoy. Tengo que confesar que todo esto también me agobia. Siento que me abro paso en un territorio deslumbrante, colmado de ocultas y maravillosas ventanas, pero perturbador. Todavía no sé si lo que estoy haciendo es bueno o malo.
Se acabó el año. El año en que conocí al tío Segismundo. Podría hablarse del fin de un ciclo, sin embargo, fue sólo a finales de febrero cuando leí el último escrito de la caja; recién entonces supe que debía apartarme de ella, al menos por un tiempo. El resultado: mejoré mi rendimiento en la universidad, activé mi vida social, empecé a hacer algo de deporte. Pero claro, ahora un tejido distinto lo revestía todo. A modo de cierre, construí una repisa, la puse en mi habitación y la llené con los textos de mi tío, ya libres de polvo y telarañas. Conservé la arcaica caja de cartón en mi cuarto unas semanas, de sensiblero que soy, hasta que comprendí que no se trataba de una pieza invaluable, sino que de mohosos pedazos de cartón que enrarecían el aire. Cuando la cogí para botarla, noté algo insólito: su crecido peso discordaba con su ausencia de carga. Tal cual. La examiné y estaba vacía. Algo anormal estaba sucediendo; mágico, dirían algunos. Presuroso, la inspeccioné de nuevo y me di cuenta que contaba con un fondo falso. Con el arrebato de la pasión, retiré el cartón adicionado y me encontré con unas cintas en su base. Fue así cómo supe que mi tío oía a The Beatles, The Doors, ELO, Wolfgang Amadeus Mozart, Frederic Chopin, entre otros. Pero fue una cinta de video la que me sobrecogió por completo, la cinta de video en la que Segismundo Andrade se despide del mundo.
La película operó en mí como una suerte de catarsis terapéutica. Pulsé PLAY: mi tío encendió la cámara, se situó en un desgastado sillón de cuero y comenzó a hablar. La distorsión de la pantalla, propia de la antigüedad de la cinta, daba al video un aire mítico. La imagen de mi tío era estremecedora, violenta. Tenía un aspecto desaliñado y gesticulaba con un brío escalofriante. Irradiaba un talante desesperado, atormentado, guerrero. Por un momento sentí ganas de llorar, pero me reprimí. Vestía con despreocupación: una camisa blanca, un pantalón de cotelé, un vestón café. Todo su atuendo lucía viejo, de segunda mano. Divagó cerca de media hora. Empezó discurriendo acerca de lo que él llamó “verdades cósmicas”. Explicó que nosotros, la humanidad, éramos simples partículas de un plan maestro, dominando continuamente nuestros instintos biológicos básicos y experimentando día a día el equívoco para perfeccionar un tipo de vida superior; un escenario inconcebible para nuestras estructuras cerebrales y concepciones materialistas. Puso énfasis en lo que llamó “la materia prima invisible del ser humano”; según él, se trata de la esencia de la que estamos hechos y de la grandeza espiritual a la que podemos aspirar. Añadió que el hombre es una criatura maravillosamente trágica, capaz de amar, sufrir y perdonar como ninguna otra en el universo. En seguida, se extendió por varios minutos en torno a la naturaleza del amor, reprochando la dinámica de poder y egoísmo de las relaciones sentimentales. De la nada, se abstrajo y agregó que la vida era cíclica, como las estaciones del año. Como las malditas estaciones, remató. A continuación, se quedó en silencio, taciturno, mirando sin ver, durante unos treinta segundos, los treinta segundos más celestiales de mi vida. Entonces, parsimonioso, miró al frente, declaró que debía suicidarse, fue por una soga, dijo adiós, se acercó a la cámara y la apagó. De súbito, entendí lo que mató a Segismundo. La tercera teoría acerca de su fin me golpeó como una patada en el pecho: mi tío halló lo que buscaba; la respuesta a la pregunta. La muerte era su único acceso.
23 de julio, 2001.
Nota
Han transcurrido ocho años desde que escribí las líneas que usted, lector, acaba de leer. Las repasé hace unos veinte minutos y todavía siento nostalgia. Mucha agua ha pasado bajo el puente. La distancia interpreta, desentraña. La vida se encargó de esclarecerme varias de las lagunas que propone mi narración, a través de extrañas y hermosas formas, pero sigo añorando la sensación que experimenté en aquella época. El tío Segismundo me introdujo en la naturaleza misma del misterio, en la esperanza que abriga lo desconocido. Hoy sé mucho más de él: conocí a personas que fueron sus amigos, leí el resto de su obra y, sobre todo, recabé nuevos antecedentes sobre su muerte. Pero nada de eso importa tanto como descubrirlo del modo en que yo lo hice. Tal vez usted está intrigado, pero le propongo algo: no sepa nada más y teorice, cavile. En lo personal, su historia me hizo ver una hermandad enigmática y consoladora entre el amor y la muerte. Seguir escribiendo sobre el destino de Segismundo Andrade implicaría privarlos de la satisfacción de comprenderlo por su cuenta. De hecho, yo aún no lo dilucido del todo, pero tengo una corazonada: las moscas deben tener la respuesta.
14 de agosto, 2009.
El que desprecia el aplauso de la muchedumbre es que busca sobrevivir en renovadas minorías durante generaciones. (Miguel de Unamuno)
Otoño
Ya nadie se acuerda de Segismundo Andrade. Se suicidó cuando yo acababa de cumplir seis años y toda mi familia supo sobrellevar la pérdida, al parecer más rápido de lo que cuentan. Recuerdo que atendía una pequeña librería, que era el hermano de mi madre y que siempre andaba con dulces de menta. Es todo. La historia cuenta que se colgó de una viga en el garaje de su casa, tal como los célebres suicidas de todos los tiempos: atándose una soga al cuello. Se dice que antes de ejecutar el acto fue a dejar a su querida tienda de libros un cartel que decía “cerrado por duelo”. Ése era el tío Segismundo. El día de su funeral me dijeron que se volvió loco, ni una palabra más. Yo era sólo un niño, pero a medida que pasaron los años la explicación no fue mejorando.
Una añosa y enmohecida caja de cartón vino a despertar mi interés por su muerte, casi diez años después. Mi madre y yo limpiábamos el sótano de la casa, tras mucho tiempo de omitir su polvorienta existencia subterránea, cuando me topé con la susodicha en un rincón entelarañado. Se leía la palabra “Segismundo” en uno de sus costados, escrita con la tinta ya desteñida de un plumón negro. Rebozaba de libros, cuadernos y papeles, como si quisiera ser explorada. Se la mostré a mi madre y me dijo que me deshiciera de ella, que no era más que basura. Su indiferencia debió haberme molestado en algún nivel subconsciente, ya que nunca supe muy bien por qué llevé la caja a mi habitación.
Digamos que el tío Segismundo actuó como mi portal hacia otra dimensión. Es una buena analogía. Su depósito de cartón, al que podríamos llamar el residuo de su carácter, contenía libros de materias tabú aún para nuestra época. Había textos de filosofía moderna, historia de Oriente, física cuántica, ufología, viajes astrales, metempsicosis, estado del bardo, facultades parasensoriales, terapia subhipnótica y teosofía. Además de sendos ensayos, de puño y letra de mi tío, acerca de la inteligencia del Cosmos, de la decadencia del Hombre y de la agonía del mundo actual. Se imaginarán la hecatombe que produjeron en mí tales escritos, aunque lo más sorprendente fue otra cosa: su diario de vida.
Invierno
Me encandilé. Es una lástima que el hervor de la sangre, propio del entusiasmo, provoque obsesión y todas sus consecuencias. La desgastada caja de mi tío Segismundo operó en mí como un hallazgo revelador, fascinador; todo marchó de modo tan hipnótico que me aislé del mundo exterior, dejé de asistir a mis clases de la universidad y reprobé un par de ramos. Lo único que hacía era devorar textos que me remecían; por ejemplo, los ensayos escritos por mi tío, ensayos en que se repetía la idea de que nos hemos sostenido en visionarios que abrigaron la angustia de estos espacios infinitos, gente que concibió que vivimos un capítulo primario de la historia, una historia cuyos bestiales y obtusos personajes quizá nunca permitan su apogeo. Asimismo, los libros relativos a los planos del universo y a la intervención que la conciencia del hombre puede alcanzar en ellos, de intentarlo, me volaron la mente. Incluso hallé unas obras muy arcaicas y enigmáticas que me requirieron varios días de investigación, ya que estaban escritas en un idioma nuevo para mí (después supe que era sánscrito).
Había leído cerca de la mitad del material de la caja cuando me encontré con su diario de vida. Se trataba de un cuaderno con fechas esporádicas que iban desde 1972 hasta 1987. Su lectura era dificultosa; la caligrafía de mi tío era apresurada y el escrito estaba atestado de garabatos, diseños y apuntes con letra chica en torno al cuerpo principal de cada página, como si cada jornada hubiese sido redactada producto de un impulso incontenible. No quise leerlo de una sola vez, de rebato, sino que me di el tiempo de intercalarlo con otros textos; la idea era procesarlo, reflexionarlo, interpretarlo. Siendo honesto, quedé pasmado: su vida era fascinante, no precisamente por lo aventurera o novelesca, sino que por la complejidad de su carácter y lo que ello trajo consigo. Por medio del diario de vida, comprendí que mi tío Segismundo nunca transigió del todo con lo que le mostraban, de modo que emprendió una suerte de búsqueda mística algo errática, colmada de cuestionamientos existenciales y metafísicos.
Hasta ese momento, por lejos, lo que me había parecido más asombroso fue su participación en una secta, al parecer secreta y antiquísima, que suministraba dinero a sus miembros para que se dedicaran a la perfección de su alma y consiguieran liberarse de la dominación de los sentidos. Para explicar cómo llegó ahí es mejor transcribir las palabras que empleó en su diario: “fui invitado por un hombre que proyectaba una poderosa luz blanca de sus contornos”. Lo más curioso es que se trataba de un resplandor que sólo mi tío Segismundo y los integrantes de la congregación podían ver. Recuerdo haber leído con devoción el relato que hizo de su rito de iniciación: “fui llevado con los ojos vendados a un lugar con mucho viento y lanzado a un barranco, o lo que se sentía como un barranco; caí en agua y al intentar llegar a la superficie me topé con una especie de techumbre submarina; desesperado y ciego, busqué infructuosamente una vía de escape hasta que la asfixia me lo impidió. Más tarde, luego de que un paramédico extrajera el agua de mis pulmones con respiración artificial, fui recibido con un aplauso por los miembros de la congregación. El líder me explicó que acababa de experimentar una muerte simbólica, una suerte de alegoría del renacimiento que viviría”.
Primavera
Hablemos de moscas. Especies, morfologías, alimentación, formas de reproducción, hábitat. Es cierto, mi propuesta parece descontextualizada, pero me permite demostrarles el desconcierto que me provocaron trece páginas del diario de mi tío, trece páginas exclusivamente dedicadas a las moscas. Si bien los apuntes de su cuaderno carecen de un orden temático, un informe sobre insectos escapaba de toda lógica. Sólo después de un par de lecciones forzadas sobre biología parasitaria, que imagino de otra forma nunca hubiese aprendido, me topé con la razón de su fijación. A intervalos lúcidos, mi tío entregó fechas y antecedentes que me permitieron armar el rompecabezas, datos que poco a poco me hilaron una tormentosa crisis de angustia. La historia va más o menos así: de la noche a la mañana, mi tío decidió confinarse en su habitación. Al tanteo, pienso que estuvo unos seis meses en su alcoba; orinaba en botellas, defecaba en una vasija y consumía poca comida y muchas pastillas. Se la pasaba acostado. Al cabo de un mes, el hedor repletó el cuarto de moscas, las cuales por algún motivo embelesaron sus alteradas facultades mentales; perdido, escudriñó en los libros de su cuarto todo el material que pudo encontrar en torno a ellas, incluso en base a la observación sacó rupturistas conclusiones relativas a su comportamiento, como si fueran la clave. La clave que le diera la respuesta que buscaba. Leí el resto del diario de un tirón. No pude contenerme. Necesitaba saber qué lo llevaba a su muerte.
Después de su trance “mosco-melancólico”, hay un período de alrededor de dos años en que mi tío no escribe nada. Retoma el diario de vida una vez escalado el barranco, supongo. Tras su silencio, el primer escrito de su bitácora se extiende por numerosas páginas en torno a su retiro del culto; me pilló por sorpresa, pues a lo largo del diario sólo había hecho comentarios muy puntuales sobre el líder y un par de ceremonias. Estas hojas sitúan a su autoexilio antes de su encierro domiciliario, por lo que sugieren una relación causal entre ambos sucesos, aunque no podría asegurarlo. Durante las primeras líneas habla de su creencia en la inmortalidad del alma, pero un par de páginas después, caprichosamente, bifurca el camino y se enfoca en su renuncia a la congregación, la que fundamenta en la mediocridad espiritual de sus integrantes, a excepción del líder, a quien describe como un individuo excepcional. Explica que el hombre de hoy adolece de soberanas paradojas derivadas de su naturaleza animal, lo que lo lleva a repudiar la fe y padecer de un hambre de eternidad mal entendida, que favorece la vanidad y ensalza el nombre. No sé si comprendí lo que quiso decir. Al final, el cuaderno refleja una época de oscuridad, plena de melancolía, donde mi tío se refiere a su incomunicación con el resto, a la belleza de la vida bohemia y a su adicción al alcohol y a ciertas substancias derivadas de plantas exóticas. El diario acaba cuadro años antes de su muerte, carente de desenlace, y nada dice acerca de su suicidio.
Decidí dar otro paso en mi obsesión y planeé una pequeña investigación dentro de mi familia. Lo que hice fue elaborar un cuestionario acerca del tío Segismundo y usarlo para interrogar a todos mis parientes. La mayoría me conversó de sus vicios: me dijeron que lo habían visto borracho, drogado, ido. Nadie, sin embargo, me habló de su personalidad o de sus pasiones, ni siquiera mi madre, su única hermana. Según ella, fueron cercanos durante la infancia, pero el tiempo los apartó; en seguida agregó que era raro. Cada familiar que entrevisté empleó el mismo epíteto: raro. Supongo que las novias de mi tío no habrían dicho lo mismo, o tal vez sí, quien sabe. De acuerdo al cuaderno, tuvo tres parejas importantes: la señorita D, la señorita N y la señorita C. Así las llamó en su diario. Las tres lo abandonaron, pero a mi parecer sólo la señorita N tuvo razones de peso. Habría sido revelador conversar con alguna de ellas, pero nadie las conoció. Tampoco pude recurrir a mis abuelos, ya que fallecieron antes de mi interés por su hijo. Con todo, me topé con dos datos que llamaron mi atención: 1) averigüé que la librería de mi tío no vendía textos filosóficos, esotéricos ni científicos, sino que sólo literatura y poesía (este punto me recordó una frase de uno de sus ensayos: “el arte es una conexión invisible con el espíritu que a través de símbolos, metáforas y parábolas da cuenta de verdades elevadas que quizá nunca entendamos de ser reveladas por la vía directa”); y 2) comprobé que nadie recordaba haber visto su cadáver.
Verano
El paso del tiempo pasó inadvertido bajo la dulce embriaguez de mi entusiasmo. Cada día me sumergía un poco más en la intimidad de un hombre incomprendido y complejo; cada día me aproximaba un poco más a Segismundo Andrade. Llegué al punto de sentir el ansia desesperada de averiguar el verdadero motivo de su muerte. Mal que mal, hasta dónde yo sabía, la caja de cartón y yo éramos las únicas huellas de su paso por este mundo. Después de muchos textos, supe lo que debía hacer para alcanzar mi meta: leer entre líneas. Cada libro, cada ensayo, cada apunte de su diario. Todo estaba lleno de grietas, grietas que escondían la resolución del misterio, la clave de su muerte autopropinada. Un repaso general de mis lecturas me dejó dos teorías. La primera: el tío Segismundo está vivo, en algún lugar. Todo era un plan para empezar de cero. La caja y el cuaderno fueron una broma, tal como el cartel que colgó en su librería antes del “suicidio”; un chiste irónico y macabro. La segunda: cayó en una depresión terminal. Claro, mi tío era un sujeto cuya arraigada angustia lo hizo dueño de elevados niveles de conciencia, cuestionamiento y búsqueda; era lógico: su profunda sensibilidad no fue capaz de adaptarse a la decadencia espiritual e intelectual del mundo de hoy. Tengo que confesar que todo esto también me agobia. Siento que me abro paso en un territorio deslumbrante, colmado de ocultas y maravillosas ventanas, pero perturbador. Todavía no sé si lo que estoy haciendo es bueno o malo.
Se acabó el año. El año en que conocí al tío Segismundo. Podría hablarse del fin de un ciclo, sin embargo, fue sólo a finales de febrero cuando leí el último escrito de la caja; recién entonces supe que debía apartarme de ella, al menos por un tiempo. El resultado: mejoré mi rendimiento en la universidad, activé mi vida social, empecé a hacer algo de deporte. Pero claro, ahora un tejido distinto lo revestía todo. A modo de cierre, construí una repisa, la puse en mi habitación y la llené con los textos de mi tío, ya libres de polvo y telarañas. Conservé la arcaica caja de cartón en mi cuarto unas semanas, de sensiblero que soy, hasta que comprendí que no se trataba de una pieza invaluable, sino que de mohosos pedazos de cartón que enrarecían el aire. Cuando la cogí para botarla, noté algo insólito: su crecido peso discordaba con su ausencia de carga. Tal cual. La examiné y estaba vacía. Algo anormal estaba sucediendo; mágico, dirían algunos. Presuroso, la inspeccioné de nuevo y me di cuenta que contaba con un fondo falso. Con el arrebato de la pasión, retiré el cartón adicionado y me encontré con unas cintas en su base. Fue así cómo supe que mi tío oía a The Beatles, The Doors, ELO, Wolfgang Amadeus Mozart, Frederic Chopin, entre otros. Pero fue una cinta de video la que me sobrecogió por completo, la cinta de video en la que Segismundo Andrade se despide del mundo.
La película operó en mí como una suerte de catarsis terapéutica. Pulsé PLAY: mi tío encendió la cámara, se situó en un desgastado sillón de cuero y comenzó a hablar. La distorsión de la pantalla, propia de la antigüedad de la cinta, daba al video un aire mítico. La imagen de mi tío era estremecedora, violenta. Tenía un aspecto desaliñado y gesticulaba con un brío escalofriante. Irradiaba un talante desesperado, atormentado, guerrero. Por un momento sentí ganas de llorar, pero me reprimí. Vestía con despreocupación: una camisa blanca, un pantalón de cotelé, un vestón café. Todo su atuendo lucía viejo, de segunda mano. Divagó cerca de media hora. Empezó discurriendo acerca de lo que él llamó “verdades cósmicas”. Explicó que nosotros, la humanidad, éramos simples partículas de un plan maestro, dominando continuamente nuestros instintos biológicos básicos y experimentando día a día el equívoco para perfeccionar un tipo de vida superior; un escenario inconcebible para nuestras estructuras cerebrales y concepciones materialistas. Puso énfasis en lo que llamó “la materia prima invisible del ser humano”; según él, se trata de la esencia de la que estamos hechos y de la grandeza espiritual a la que podemos aspirar. Añadió que el hombre es una criatura maravillosamente trágica, capaz de amar, sufrir y perdonar como ninguna otra en el universo. En seguida, se extendió por varios minutos en torno a la naturaleza del amor, reprochando la dinámica de poder y egoísmo de las relaciones sentimentales. De la nada, se abstrajo y agregó que la vida era cíclica, como las estaciones del año. Como las malditas estaciones, remató. A continuación, se quedó en silencio, taciturno, mirando sin ver, durante unos treinta segundos, los treinta segundos más celestiales de mi vida. Entonces, parsimonioso, miró al frente, declaró que debía suicidarse, fue por una soga, dijo adiós, se acercó a la cámara y la apagó. De súbito, entendí lo que mató a Segismundo. La tercera teoría acerca de su fin me golpeó como una patada en el pecho: mi tío halló lo que buscaba; la respuesta a la pregunta. La muerte era su único acceso.
23 de julio, 2001.
Nota
Han transcurrido ocho años desde que escribí las líneas que usted, lector, acaba de leer. Las repasé hace unos veinte minutos y todavía siento nostalgia. Mucha agua ha pasado bajo el puente. La distancia interpreta, desentraña. La vida se encargó de esclarecerme varias de las lagunas que propone mi narración, a través de extrañas y hermosas formas, pero sigo añorando la sensación que experimenté en aquella época. El tío Segismundo me introdujo en la naturaleza misma del misterio, en la esperanza que abriga lo desconocido. Hoy sé mucho más de él: conocí a personas que fueron sus amigos, leí el resto de su obra y, sobre todo, recabé nuevos antecedentes sobre su muerte. Pero nada de eso importa tanto como descubrirlo del modo en que yo lo hice. Tal vez usted está intrigado, pero le propongo algo: no sepa nada más y teorice, cavile. En lo personal, su historia me hizo ver una hermandad enigmática y consoladora entre el amor y la muerte. Seguir escribiendo sobre el destino de Segismundo Andrade implicaría privarlos de la satisfacción de comprenderlo por su cuenta. De hecho, yo aún no lo dilucido del todo, pero tengo una corazonada: las moscas deben tener la respuesta.
14 de agosto, 2009.
3 comentarios:
Y paso un buen tiempo desde que lo leí por primera vez, no te sabria decir en que ha cambiado, pero ese mismo tiempo hace que la lectura sea casi nueva, sin bien recordaaba en terminos generales de que trataba... me parece un cuento ambicioso, por que trata de hacer alcanzable lo que por definición no lo es, es un ejercicio bello, y aunque no sabria decir si logra alcanzarlo (depende mucho dle contexto y del lector, como cada escrito), se agradece el ejercicio, entrando en la parte más tecnica, bien escrito...
Por último comparto con la opinion general sobre la humanidad, pedazo de porqueria hedonista y decadente, miserable y superficial, pero capaz de bellezas, y de por lo menos en algunos momentos, acercarse al misterio...
Andrés.
Lo leí porque llegué aquí desde La Página de Los Cuentos; y había leído tu único escrito publidado allí.
Excelente cuento. Muy bien narrado, atrapando al lector desde el comienzo. El personaje principal, toda una creación, casi palpable. El narrador es también todo un logro. No cede a la tentación de un mayor protagonismo.
Me queda una sensación de "inconcluso", de algo faltante. Y quizá sea esa la intención para un "continúa". El narrador, obesesionado con saber todo de ese tío y reconstruir su historia y sus afanes, solo bordea, no incursiona en desentrañar el mutismo familiar sobre Segismundo, su cuasi anulación de la memoria familiar. Ni siquiera sepultaron a Segismundo; ni siquiera recibieron su cadáver, permitiendo con ello que el narrador deje abierta la posibilidad que un día cualquiera aparezaca borracho, drogado o místico. Felicitaciones
Se agradece tu amable comentario. En otra ocasión deja algún nombre o nick para que pueda identificarte.
Saludos!
:)
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