A propósito de El fin de los tiempos, mucho se ha hablado de la renovación de M. Night Shyamalan. No estoy de acuerdo. Por una parte, la película conserva su estilo narrativo. Y por otra, no necesita una evolución radical. El problema, creo, es que el cine de Shyamalan es masivo. Los cánones conforme a los cuales es evaluado son volubles. El sexto sentido fue un acierto portentoso, está claro. Todo el mundo la amó. Pero fue eso: un acierto, una circunstancia, un momento. Es en el conjunto de sus películas donde identificamos la impronta de su cine. Y así podemos apreciar el particular encanto de cada uno de sus filmes. El punto es el siguiente: Shyamalan no es lo máximo ni tampoco es lo peor, como fervorosamente lo han calificado los cuantiosos espectadores de su cine.
La dama en el agua y La aldea tal vez no alcanzaron los réditos deseados, sin embargo, son películas correctísimas. Si las hubiese realizado un cineasta europeo cool, nadie dudaría de ellas. Serían cine arte inofensivo. Pero las hizo Shyamalan. Vale decir, las ejecutó un cineasta con visión financiado a ojos cerrados por la industria cinematográfica gringa, dicho de otra forma: un infiltrado en el comercial mundo del celuloide. Los planteamientos subyacentes son recurrentes en sus filmes, no obstante, dadas las condiciones es más cómodo reprochar que analizar.
Es cierto, el contexto lucrativo limita a Shyamalan -como a cualquiera, creo-. En consecuencia, tanto el emisor como el receptor tendrán que ceder. El emisor -Shyamalan- adaptará, en cierta medida, su producto a las masas. El receptor de paladar refinado, por su parte, tendrá que aceptar a regañadientes esos ajustes. Y el receptor masivo, quien verá la película circunscrita a lo que muestran los fotogramas, muchas veces quedará inconforme. He ahí el dilema.
Shyamalan tiene el estigma de ser uno de los pocos cineastas-autores que consiguen éxitos de taquilla. Al hablar de cine de autor o cine arte me refiero al cine como generador de emociones sofisticadas, al cine con visión apasionada. La dama en el agua es un filme honesto, bello, original. Y fue un fiasco. Quizá pecó de ser muy de “autor”. O muy franco. Así, las películas de Shyamalan, pienso, son el resultado de un proceso a través de engranajes, donde sus ideales y los de la industria se enfrentan.
El fin de los tiempos -The happening- viene a ser la confirmación de la doble naturaleza de Shyamalan. Por un lado, sugiere un escenario apocalíptico, acción, muertes, magnificencia visual. Y por otro, plantea una faceta oculta de mucho más peso: la psicología, la atmósfera y la profundidad del filme. Puede que esa ambigüedad sea uno de los más interesantes recursos estilísticos del cineasta de origen hindú.
El magistral minimalismo, la adecuada utilización de los silencios y la acertadísima elección de los planos y secuencias, hacen que la película enganche e intrigue. La historia y el trasfondo, por lo demás, motivan. Todo aquello se condice con lo ya demostrado por Shyamalan en sus trabajos anteriores. El problema, aquí, radica en el cierre. Del suspenso pasa a un terror gótico y provocador, insinuando un desenlace epifánico y terrible que nunca llega.
La película, hablándonos visualmente -como debe ser-, nos plantea preguntas y nos invita a divagar. Se agradece que no recurra a voces en off ni a explicaciones excesivas. El error está en la vacilación a la hora del desenlace. El filme se va extraviando por el final, cayendo en un par de clichés lamentables. El impulso inicial pierde peso. Con todo, sigue siendo un ejercicio interesante y atractivo, y, por qué no decirlo, una gran película.
Inevitablemente, la relacioné con la reciente Southland tales de Richard Kelly. La temática de fondo es muy similar: el fin del mundo como corolario del estado de crisis del mundo actual. La diferencia está en las perspectivas. Todo lo que en Southland tales es ambición y pretensión, en El fin de los tiempos es austeridad y pulcritud narrativa. Además, el enfoque de la cinta de Richard Kelly es netamente existencialista, a diferencia de la de Shyamalan, cuya visión superpone a la naturaleza sobre el hombre.
La dama en el agua y La aldea tal vez no alcanzaron los réditos deseados, sin embargo, son películas correctísimas. Si las hubiese realizado un cineasta europeo cool, nadie dudaría de ellas. Serían cine arte inofensivo. Pero las hizo Shyamalan. Vale decir, las ejecutó un cineasta con visión financiado a ojos cerrados por la industria cinematográfica gringa, dicho de otra forma: un infiltrado en el comercial mundo del celuloide. Los planteamientos subyacentes son recurrentes en sus filmes, no obstante, dadas las condiciones es más cómodo reprochar que analizar.
Es cierto, el contexto lucrativo limita a Shyamalan -como a cualquiera, creo-. En consecuencia, tanto el emisor como el receptor tendrán que ceder. El emisor -Shyamalan- adaptará, en cierta medida, su producto a las masas. El receptor de paladar refinado, por su parte, tendrá que aceptar a regañadientes esos ajustes. Y el receptor masivo, quien verá la película circunscrita a lo que muestran los fotogramas, muchas veces quedará inconforme. He ahí el dilema.
Shyamalan tiene el estigma de ser uno de los pocos cineastas-autores que consiguen éxitos de taquilla. Al hablar de cine de autor o cine arte me refiero al cine como generador de emociones sofisticadas, al cine con visión apasionada. La dama en el agua es un filme honesto, bello, original. Y fue un fiasco. Quizá pecó de ser muy de “autor”. O muy franco. Así, las películas de Shyamalan, pienso, son el resultado de un proceso a través de engranajes, donde sus ideales y los de la industria se enfrentan.
El fin de los tiempos -The happening- viene a ser la confirmación de la doble naturaleza de Shyamalan. Por un lado, sugiere un escenario apocalíptico, acción, muertes, magnificencia visual. Y por otro, plantea una faceta oculta de mucho más peso: la psicología, la atmósfera y la profundidad del filme. Puede que esa ambigüedad sea uno de los más interesantes recursos estilísticos del cineasta de origen hindú.
El magistral minimalismo, la adecuada utilización de los silencios y la acertadísima elección de los planos y secuencias, hacen que la película enganche e intrigue. La historia y el trasfondo, por lo demás, motivan. Todo aquello se condice con lo ya demostrado por Shyamalan en sus trabajos anteriores. El problema, aquí, radica en el cierre. Del suspenso pasa a un terror gótico y provocador, insinuando un desenlace epifánico y terrible que nunca llega.
La película, hablándonos visualmente -como debe ser-, nos plantea preguntas y nos invita a divagar. Se agradece que no recurra a voces en off ni a explicaciones excesivas. El error está en la vacilación a la hora del desenlace. El filme se va extraviando por el final, cayendo en un par de clichés lamentables. El impulso inicial pierde peso. Con todo, sigue siendo un ejercicio interesante y atractivo, y, por qué no decirlo, una gran película.
Inevitablemente, la relacioné con la reciente Southland tales de Richard Kelly. La temática de fondo es muy similar: el fin del mundo como corolario del estado de crisis del mundo actual. La diferencia está en las perspectivas. Todo lo que en Southland tales es ambición y pretensión, en El fin de los tiempos es austeridad y pulcritud narrativa. Además, el enfoque de la cinta de Richard Kelly es netamente existencialista, a diferencia de la de Shyamalan, cuya visión superpone a la naturaleza sobre el hombre.