sábado, mayo 31, 2008

Edmond




El viaje como psicoanálisis. La idea no es nueva, incluso nació un género cinematográfico: las road movies. Los personajes de ellas escapan de la cotidianeidad y ponen sal a sus vidas. De paso, suelen enamorarse y redescubrirse, digamos que en la mayoría de los casos. Edmond toma parte del concepto de película de viaje o película de caminos, tanto en cuanto a la idea de un viaje físico como a la de uno espiritual o interno, no obstante, no es una road movie. No calza del todo. Por una parte, su propuesta es intensamente pesimista. Y por otra, el viaje es una caminata de noche por las calles de Nueva York. Es decir, faltan las carreteras, el automóvil y el optimismo.

El concepto descenso, por lo demás, me convence más que el de viaje. Tras el quiebre con su esposa, Edmond Burke emprende un camino cuesta abajo hacia la revelación de su predicamento: su identidad. La película nos presenta un cúmulo de situaciones en que el protagonista parte por afirmar su virilidad y termina por despertar sus cuestionamientos más recónditos. El profundo desarraigo con el mundo que lo rodea sale a flote en su odisea nocturna y su psicología reprimida emerge.

El guión es de David Mamet. Su experiencia como dramaturgo, novelista, guionista y cineasta determinan que funcione como reloj. Sus temáticas tradicionales se canalizan en Edmond, atormentada y poéticamente. El existencialismo presente en el filme es innegable. Vemos a Mamet en su máxima expresión. Convincente, bella y angustiosamente, se plasman en la cinta el sentido trágico de la existencia del hombre y la aceptación de la convivencia en una realidad absurda.

La dirección está a cargo de Stuart Gordon, el cerebro detrás del clásico del cine de terror Re-animator. La elección de un cineasta dedicado al horror es perfecta, la razón está en las herramientas que manejan los directores de ese cine. Edmond es una película incómoda y perturbadora, dotada de una estética sofisticada, opresora y sombría. Evidentemente, alguien proveniente del género del horror saca provecho de una atmósfera de esa naturaleza. Además, en cierto modo Edmond es un filme de terror, el terror de no encontrar un sentido, y el terror de ser títeres de la realidad.

Los condimentos filosóficos de Edmond son manifiestos. El nombre del protagonista no es gratuito. Edmund Burke fue un escritor, filósofo y político británico que planteó, entre otras cosas, una teoría estética en la que relacionó belleza, poder y terror, y en la que divulgó que la noche despierta nuestros miedos más ocultos. La caminata nocturna por las calles de Nueva York, teñida de sangre y sexo, desnuda al protagonista. De sopetón, Edmond se enfrenta a su irremediable alienación y falta de pertenencia, y, ajeno a convenciones sociales, lucha por hacer algo al respecto.

El talón de Aquiles del filme, si es que tiene uno, es su origen teatral. Edmond es la adaptación de una obra de teatro del mismo David Mamet. Muchos de los diálogos de la cinta son estremecedores, sin embargo, otros ostentan una profundidad y complejidad más propia del teatro que del cine. Si bien podemos disfrutarlos, atentan contra la fluidez narrativa que plantea la película. No obstante, si hablamos de los diálogos, hallaremos muchas más virtudes que defectos. La charla de la escena final está a otro nivel.

Resuenan los ecos de Taxi driver, El extranjero y El hombre que nunca estuvo. Edmond es un sociópata en potencia, un anacronismo, un forastero. La violencia será el fruto de la relación causa-efecto. Su karma. En el mundo no hay espacio para él. Edmond está lleno de odio.

El reparto lo encabeza el impecable William H. Macy. Dan ganas de ponerse de pie y aplaudirlo. Está brillante. Es capaz de interpretar con maestría a un hombre amigable, peligroso, enérgico, deprimente. Un ente fuera de lugar. Un individuo de constantes frustraciones y erráticas introspecciones. Macy se echa el filme al hombro y sale airoso. El resto de los personajes son obstáculos en la epopeya del protagonista y, por tanto, sus participaciones son breves y catárticas. El elenco es peculiar, destaca Julia Stiles, Mena Suvari, Denise Richards y Joe Mantegna.

Edmond es cine del puro. Ese que busca el cinéfilo empedernido entre tanto escombro inservible. Da gusto notar que aún es posible sobrecogerse. Esta película es poderosa. Fiel a su visión, niega los moldes. Ahí está su mérito: su coraje. Su ausencia de miramientos complacientes. El resultado: una joyita del cine independiente.

lunes, mayo 26, 2008

De Tarantino y su pasión por el cine


El festival de Cannes todos los años realiza algo que se llama la “Cinema masterclass”, es decir, la clase magistral de cine. En la actual edición está a cargo del cineasta QUENTIN TARANTINO. Fue la ocasión para que el realizador definiera su pasión por el cine: “Yo quiero hacer películas, por lo cual yo tengo que hacer películas. La razón por la cual no hago más películas es que me gusta vivir la vida entre una y otra. Yo le doy todo a mis películas. Es como si estuviera escalando el Monte Everest cada vez. Cuando bajo de la montaña, entonces me gusta poder disfrutar de algo de tiempo de mi casita en la colina. Pero la real y verdadera razón de porque no quiero hacer tantas películas es porque yo soy un escritor, y siempre tengo que empezar con la pagina en blanco y eso es muy duro. Nada de lo que uno ha hecho anteriormente vale algo cuando uno tiene que empezar todo de nuevo”.

viernes, mayo 23, 2008

El hombre invisible


Paso por perdedor. Doy pena, está claro. Estoy en una discoteca y nadie nota mi presencia, absolutamente nadie. Soy escuálido y uso anteojos poto botella. Visto una camisa blanca onda disco y una chaqueta de cuero negra. Aparte, ostento un bigote de galán porno setentero y me peino con abundante gel. Soy la versión nerd de un narcotraficante colombiano. Conforme a lo que me he fijado, provoco una vergüenza ajena que se olvida al mirar a otra parte. Suena un reggaeton que habla de sexo anal y dos chicas salen a bailar. Todo aquel que se les acerca es rechazado, inapelablemente. Desde mi rincón, las observo y me doy cuenta que una es un bombón. Se ve en sus ojos que aún no entiende el status sociocultural de sus nalgas carnosas. Me dan ganas de sodomizarla, salvaje y tiernamente. En todo caso, la ingenuidad de una sexualidad latente suele ser pasajera. La otra es su contraste. Podría definirla como una pelolais con sobrepeso. Sus pechos por poco alcanzan su ombligo y su panza es prudente. Posee una displicencia inmerecida que me excita y me enfurece: la mezcla perfecta. Baila con el desdén de una top model, claro, pero evidentemente no lo es. El vaivén de su obesidad, con todo, me ocasiona un efecto hipnótico. Tengo que decirlo: su pubis es gigantesco. Luce un pantalón elasticado color beige que lo hace ver extraordinariamente prominente, casi pornográfico. Además, tiene el tronco muy corto; la pelvis está justo debajo del ombligo y acaba con el pantalón internándose en sus labios superiores. Pienso: qué pedazo de coxis. La imagino jadeando; primero gemidos tenues, luego gritos de parto. Me mira y no me ve. O no me quiere ver. O no le importa. Nadie me ve y a nadie le importa. Soy el flaquito de la esquina, el flaquito pervertido. El lobo con piel de oveja. Leo sus labios, dice que va y vuelve, la sigo. Soy el hombre invisible, el que nunca estuvo. Entra al baño, me filtro, le toco el hombro. Voltea y se encuentra conmigo y con mi pañuelito con cloroformo, a tres centímetros. Le aprisiono el cuello y pongo el trapo contra su nariz. Transcurridos tres segundos, se duerme y cae en mis brazos. Los cubículos son espaciosos y esbozo una sonrisita perturbada. ¡Maldita perra exhibicionista! ¡Te la buscaste! Cierro la puerta de una de las casillas, la ubico junto al inodoro, la desnudo. Saco un frasquito con vaselina y con mis dedos índice, medio y anular lubrico su vagina y su recto. Así me gusta: piluchita y calladita. A lo necrófilo. Tomo asiento en el retrete y calzo su vagina sobre mi sexo. Sacudo mi pelvis hacia delante y hacia atrás, miro el ir y venir de sus carnes, estrujo sus glúteos. La veo y pienso: me estoy tirando a un zombi. Sus ojos quieren abrirse, de súbito, y la duermo otra vez. ¡Bendito pañuelito! En seguida la pongo boca abajo y me sitúo por detrás. Su esfínter anal está apretado y aplico más vaselina, un tanto más. Logro yacerla y se pone a sangrar. Un poquito de sangre no le hace mal a nadie, seamos honestos. Cada penetración renueva el temblor de su adiposidad gelatinosa, deliciosamente. Interrumpo el coito y eyaculo en su espalda, por supuesto. De pronto siento nauseas. La atmósfera está espesa, muy espesa. El revoltijo de cloroformo, sangre y semen se cuela por mis fosas nasales y hace dar vueltas a mi cabeza. Mi estómago empieza a retorcerse y a los segundos vomito, ferozmente. A continuación, mis párpados se tornan pesados y me derrumbo en el charco de esperma y regurgitación de su dorso. Despierto y ambos seguimos allí. Milagrosamente, ella aún está anestesiada. Pienso: me salvé. Vomito de nuevo, la limpio lo mejor que puedo, la visto. Echo un vistazo a mi verga: tengo el glande irritado, sangriento y con materia fecal. No me importa. Hay gente en el baño; espero que se vayan y la cambio de cubículo. Ahí la dejo, vestidita y peinadita. Excepto por la abertura de su conducto excretor, todo habrá sido una pesadilla vaga. Vuelvo a la discoteca y nadie me ve, obvio. Todavía soy el hombre invisible. Sigo algo mareado y me tropiezo. Motivo risas, pero mayormente indiferencias. Salgo a la calle y fumo el cigarrillo de la victoria, otro más. Es hora de irme a casa. Boto el bigote en un tacho de basuras, me despeino un poco, guardo los anteojos. En resumen: otra se agrega a mi cuenta de violaciones imperceptibles.

domingo, mayo 18, 2008

Un prólogo


II
Nada hay más ambiguo que eso que se llama realismo en el arte literario. Porque, ¿qué realidad es la de ese realismo?

Verdad es que el llamado realismo, cosa puramente externa, aparencial, cortical y anecdótica, se refiere al arte literario y no al poético o creativo. En un poema -y las mejores novelas son poemas-, en una creación, la realidad no es la del que llaman los críticos realismo. En una creación la realidad es una realidad íntima, creativa y de voluntad. Un poeta no saca sus criaturas -criaturas vivas- por los modos del llamado realismo. Las figuras de los realistas suelen ser maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese Pedro recogió por calles y plazuelas y cafés y apuntó en su cartera.

¿Cuál es la realidad íntima, la realidad real, la realidad eterna, la realidad poética o creativa de un hombre? Sea hombre de carne y hueso o sea de los que llamamos ficción, que es igual. Porque Don Quijote es tan real como Cervantes; Hamlet o Macbeth tanto como Shakespeare, y mi Augusto Pérez tenía acaso sus razones al decirme, como me dijo -véase mi novela (¡y tan novela!) Niebla, páginas 280 a 281- que tal vez no fuese yo sino un pretexto para que su historia y las de otros, incluso la mía misma, lleguen al mundo.

¿Qué es lo más intimo, lo más creativo, lo más real de un hombre?

Aquí tengo que referirme, una vez más, a aquella ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes -en su The autocrat of the breakfast table, III- sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que nos dice que cuando conversan dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que son:

Tres Juanes:

1. El Juan real; conocido sólo para su Hacedor. 2. El Juan ideal de Juan; nunca el real, y a menudo muy desemejante de él. 3. El Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menudo muy desemejante de ambos.

Tres Tomases:

1. El Tomás real. 2. El Tomás ideal de Tomás. 3. El Tomás ideal de Juan.

Es decir, el que uno es, el que se cree ser y el que le cree otro. Y Oliver Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos.

Pero yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell Holmes. Y digo que, además del que uno es para Dios -si para Dios es uno alguien- y del que es para los otros y del que se cree ser, hay el que quisiera ser. Y que éste, el que uno quiere ser, es en él, en su seno, el creador, es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el que hayamos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a uno a que sea por toda la eternidad lo que quiso ser.

Ahora que hay quien quiere ser y quien quiere no ser, y lo mismo en hombres reales encarnados en carne y hueso que en hombres reales encarnados en ficción novelesca o nivolesca. Hay héroes del querer no ser, de la noluntad.

Mas antes de pasar más adelante cúmpleme explicar que no es lo mismo querer no ser que no querer ser.

Hay, en efecto, cuatro posiciones, que son dos positivas a) querer ser; b) querer no ser; y dos negativas: c) no querer ser; d) no querer no ser. Como se puede: creer que hay Dios, creer que no hay Dios, no creer que hay Dios, y no creer que no hay Dios. Y ni creer que no hay Dios es lo mismo que no creer que hay Dios, querer no ser es no querer ser. De uno que no quiere ser difícilmente se saca una criatura poética, de novela; pero de uno que quiere no ser, sí. Y el que quiere no ser, no es, ¡claro!, un suicida.

El que quiere no ser lo quiere siendo.

¿Qué? ¿Os parece un lío? Pues si esto os parece un lío y no sois capaces, no ya sólo de comprenderlo, más de sentirlo y de sentirlo apasionada y trágicamente, no llegaréis nunca a crear criaturas reales y, por tanto, no llegaréis a gozar de ninguna novela, ni de la de vuestra vida. Porque sabido es que el que goza de una obra de arte es porque la crea en sí, la re-crea y se recrea con ella. Y por eso Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares hablaba de "horas de recreación". Y yo me he recreado con su Licenciado Vidriera, recreándolo en mí al re-crearme. Y el Licenciado Vidriera era yo mismo.


Miguel de Unamuno

Texto completo: Un prólogo

sábado, mayo 03, 2008

Agujero de gusano


A José Vega. Que, aunque el cuento quizá no sea de su agrado, estuvo atento al destino de Tomás Palmer.

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