viernes, mayo 23, 2008

El hombre invisible


Paso por perdedor. Doy pena, está claro. Estoy en una discoteca y nadie nota mi presencia, absolutamente nadie. Soy escuálido y uso anteojos poto botella. Visto una camisa blanca onda disco y una chaqueta de cuero negra. Aparte, ostento un bigote de galán porno setentero y me peino con abundante gel. Soy la versión nerd de un narcotraficante colombiano. Conforme a lo que me he fijado, provoco una vergüenza ajena que se olvida al mirar a otra parte. Suena un reggaeton que habla de sexo anal y dos chicas salen a bailar. Todo aquel que se les acerca es rechazado, inapelablemente. Desde mi rincón, las observo y me doy cuenta que una es un bombón. Se ve en sus ojos que aún no entiende el status sociocultural de sus nalgas carnosas. Me dan ganas de sodomizarla, salvaje y tiernamente. En todo caso, la ingenuidad de una sexualidad latente suele ser pasajera. La otra es su contraste. Podría definirla como una pelolais con sobrepeso. Sus pechos por poco alcanzan su ombligo y su panza es prudente. Posee una displicencia inmerecida que me excita y me enfurece: la mezcla perfecta. Baila con el desdén de una top model, claro, pero evidentemente no lo es. El vaivén de su obesidad, con todo, me ocasiona un efecto hipnótico. Tengo que decirlo: su pubis es gigantesco. Luce un pantalón elasticado color beige que lo hace ver extraordinariamente prominente, casi pornográfico. Además, tiene el tronco muy corto; la pelvis está justo debajo del ombligo y acaba con el pantalón internándose en sus labios superiores. Pienso: qué pedazo de coxis. La imagino jadeando; primero gemidos tenues, luego gritos de parto. Me mira y no me ve. O no me quiere ver. O no le importa. Nadie me ve y a nadie le importa. Soy el flaquito de la esquina, el flaquito pervertido. El lobo con piel de oveja. Leo sus labios, dice que va y vuelve, la sigo. Soy el hombre invisible, el que nunca estuvo. Entra al baño, me filtro, le toco el hombro. Voltea y se encuentra conmigo y con mi pañuelito con cloroformo, a tres centímetros. Le aprisiono el cuello y pongo el trapo contra su nariz. Transcurridos tres segundos, se duerme y cae en mis brazos. Los cubículos son espaciosos y esbozo una sonrisita perturbada. ¡Maldita perra exhibicionista! ¡Te la buscaste! Cierro la puerta de una de las casillas, la ubico junto al inodoro, la desnudo. Saco un frasquito con vaselina y con mis dedos índice, medio y anular lubrico su vagina y su recto. Así me gusta: piluchita y calladita. A lo necrófilo. Tomo asiento en el retrete y calzo su vagina sobre mi sexo. Sacudo mi pelvis hacia delante y hacia atrás, miro el ir y venir de sus carnes, estrujo sus glúteos. La veo y pienso: me estoy tirando a un zombi. Sus ojos quieren abrirse, de súbito, y la duermo otra vez. ¡Bendito pañuelito! En seguida la pongo boca abajo y me sitúo por detrás. Su esfínter anal está apretado y aplico más vaselina, un tanto más. Logro yacerla y se pone a sangrar. Un poquito de sangre no le hace mal a nadie, seamos honestos. Cada penetración renueva el temblor de su adiposidad gelatinosa, deliciosamente. Interrumpo el coito y eyaculo en su espalda, por supuesto. De pronto siento nauseas. La atmósfera está espesa, muy espesa. El revoltijo de cloroformo, sangre y semen se cuela por mis fosas nasales y hace dar vueltas a mi cabeza. Mi estómago empieza a retorcerse y a los segundos vomito, ferozmente. A continuación, mis párpados se tornan pesados y me derrumbo en el charco de esperma y regurgitación de su dorso. Despierto y ambos seguimos allí. Milagrosamente, ella aún está anestesiada. Pienso: me salvé. Vomito de nuevo, la limpio lo mejor que puedo, la visto. Echo un vistazo a mi verga: tengo el glande irritado, sangriento y con materia fecal. No me importa. Hay gente en el baño; espero que se vayan y la cambio de cubículo. Ahí la dejo, vestidita y peinadita. Excepto por la abertura de su conducto excretor, todo habrá sido una pesadilla vaga. Vuelvo a la discoteca y nadie me ve, obvio. Todavía soy el hombre invisible. Sigo algo mareado y me tropiezo. Motivo risas, pero mayormente indiferencias. Salgo a la calle y fumo el cigarrillo de la victoria, otro más. Es hora de irme a casa. Boto el bigote en un tacho de basuras, me despeino un poco, guardo los anteojos. En resumen: otra se agrega a mi cuenta de violaciones imperceptibles.

2 comentarios:

V dijo...

Las enormes garantías del anonimato.

Anónimo dijo...

Así es, V.