Lea este cuento de los años setenta y saque sus propias conclusiones.
MAREJADA NOCTURNA
Por Stephen King.
Cuando el tipo estuvo muerto y el olor de su carne quemada se hubo despejado del aire, volvimos todos a la playa, Corey tenía su radio, uno de esos aparatos de transistores del tamaño de una maleta que se cargan con cuarenta filas y que también pueden grabar y reproducir cintas magnetofónicas. En verdad la calidad del sonido no era excepcional, pero, eso sí, era potente. Corey había sido rico antes de la A6, pero esos detalles ya no interesaban. Incluso esta enorme radio-magnetófono no era más que un hermoso trasto. En el aire sólo quedaban dos emisoras de radio que podíamos sintonizar. Una era la WKDM de Portsmouth, con un disco-jockey palurdo que padecía delirios religiosos. Ponía un disco de Johnny Ray, leía un pasaje de los Salmos (sin omitir ningún Selah, como James Dean en Al este del Edén), y después lloraba un poco más. Siempre la misma jarana. Un día cantó Bringing in the Sheaves con una voz quebrada y gangosa que nos puso histéricos a Needles y a mí.
La emisora de Massachusetts era mejor, pero sólo sintonizábamos por la noche. La controlaba una pandilla de chicos. Supongo que se apoderaron de los equipos de transmisión de la WRKO o la WBZ después de que todos partieron o murieron. Sólo empleaban siglas chistosas, como WDROGA o KOÑO o WA6 o cosas parecidas. Muy graciosos de veras..., como para morirse de risa. Ésa era la que escuchábamos al volver a la playa. Yo le había cogido la mano a Susie; Kelly y Joan marchaban delante de nosotros, y Needles ya había pasado la cresta del promontorio y se había perdido de vista. Corey marchaba a retaguardia, balanceando la radio. Los Stones cantaban Angie.
—¿Me amas? —me preguntó Susie—. Eso es lo único que quiero saber, ¿me amas? —Susie necesitaba que la reconfortaran constantemente. Yo era su osito de juguete.
—No —respondí. Susie estaba engordando, y si vivía el tiempo suficiente se pondría realmente fofa. Ya era demasiado pomposa.
—Eres una basura —dijo, y se llevó la mano a la cara. Sus uñas laqueadas refulgieron fugazmente bajo la media luna que había asomado hacía media hora.
—¿Vas a llorar otra vez?
—¡Cierra el pico! —contestó ella. Sí, me pareció que iba a echarse a llorar de nuevo.
Llegamos a la cresta y nos detuvimos. Siempre tengo que detenerme. Antes de la A6 ésta había sido una playa pública. Turistas, grupos que organizaban picnics, chiquillos con los mocos colgando y abuelas gordas y flaccidas con los hombros quemados por el sol. Envoltorios de caramelos y palitos de pirulines en la arena, toda la bella gente magreándose sobre sus mantas de playa, más el olor de los tubos de escape del aparcamiento, de las algas marinas, del aceite «Coppertone».
Pero ahora la bazofia y la mierda habían desaparecido. El océano lo había devorado todo, absolutamente todo, con la misma indiferencia con que uno podría devorar un puñado de «Cracker Jacks». No había gente que pudiera volver a ensuciar la playa. Sólo nosotros, y no éramos tantos como para hacer demasiado estropicio. Y creo que además estábamos enamorados de la playa. ¿Acaso no acabábamos de tributarle una especie de sacrificio? Incluso Susie, la putilla Susie con su culo gordo y sus pantalones «Oxford».
La arena era blanca y ondulada, y sólo estaba alterada por el límite más alto de la pleamar: una franja sinuosa de algas, conchas marinas y resaca. La luna proyectaba negras sombras semicirculares y pliegues sobre todos los elementos. La torre abandonada del salvavidas se aldaba blanca y esquelética a unos cincuenta metros de las casetas de baño, apuntando al cielo como la falange de un dedo.
Y la marejada, la marejada nocturna, que despedía grandes trombas de espuma, y que estallaba contra los acantilados hasta donde alcanzaba la vista, con incesantes embates. Quizá la noche anterior esas mismas aguas habían estado a mitad de trayecto de Inglaterra.
«Angie por los Stones —anunció la voz quebrada de la radio de Corey—. Estoy seguro de que os agradará, un eco del pasado que suena como los dioses, directamente del surco, un disco que gusta. Os habla Bobby. Ésta debería haber sido la noche de Fred, pero Fred tiene la gripe. Está completamente hinchado.»
Susie eligió ese momento para reír, aunque las lágrimas todavía le colgaban de las pestañas. Apresuré la marcha hacia la playa para hacerla callar.
—¡Esperad! —gritó Corey—. ¿Bernie? ¡Eh, Bernie, aguarda!
El tipo de la radio leía unas coplillas obscenas, y se oyó en el fondo la voz de una chica que le preguntaba dónde había dejado la cerveza. Él contestó algo, pero nosotros ya habíamos llegado a la playa. Miré atrás para ver cómo se las ingeniaba Corey. Se deslizó sobre el culo, como de costumbre, y me pareció tan ridículo que lo compadecí un poco.
—Corre conmigo —le dije a Susie.
—¿Por qué?
Le di una palmada en las nalgas y chilló.
—Sólo porque se me antoja.
Corrimos. Ella se quedó rezagada, resollando como un caballo y pidiéndome a gritos que acortara el paso, pero yo me la quité de la cabeza. El viento zumbaba en mis oídos y me hacía flamear el pelo sobre la frente. Olía la sal de la atmósfera, penetrante y acre. Restallaba la marejada. Las olas parecían una espuma de cristal negro. Me quité las sandalias de goma, con sendos puntapiés, y corrí descalzo por la arena, sin que me inquietara el pinchazo ocasional de una concha. Me bullía la sangre.
Y entonces vi la tienda. Needles ya estaba dentro y Kelly y Joan estaban al lado, cogidos de la mano y mirando el agua. Hice una cabriola, sentí que la arena se colaba por el cuello de mi camisa y aterricé junto a las piernas de Kelly. Éste cayó encima de mí y me frotó la cara con arena mientras Joan reía.
Nos levantamos y nos sonreímos. Susie había dejado de correr y se acercaba pesadamente a nosotros. Corey casi la había alcanzado.
—Qué fogata —comentó Kelly.
—¿Crees que vino desde Nueva York, como dijo? —preguntó Joan.
—No lo sé.
Tampoco me parecía que importara. Cuando lo encontramos, semidesvanecido y delirando, estaba tras el volante de un gran «Lincoln». Su cabeza tumefacta tenía el tamaño de un balón de fútbol y su cuello parecía una salchicha. Estaba en las últimas y de todos modos no iría demasiado lejos. Así que lo llevamos al promontorio que se alza sobre la playa y lo quemamos. Dijo que se llamaba Alvin Sackheim. Llamaba constantemente a su abuela. Confundía a Susie con su abuela. Esto le pareció gracioso a Susie, quién sabe por qué. Las cosas más raras le parecen graciosas.
Fue a Corey a quien se le ocurrió la idea de quemarlo, pero todo empezó como un chiste. Él había leído en la Universidad muchos libros sobre brujería y magia negra, y no cesaba de hacemos muecas en la oscuridad, junto al «Lincoln» de Alvin Sackheim, diciendo que si ofrecíamos un holocausto a los dioses tenebrosos quizá los espíritus seguirían protegiéndonos de la A6.
Por supuesto, ninguno de nosotros creía en tal patraña, pero la conversación se tornó cada vez más seria. Era una nueva distracción, y finalmente nos pusimos de acuerdo y lo hicimos. Lo atamos al telescopio de observación que estaba montado allí, ése con el que puedes ver todo el paisaje hasta el faro de Portland, si echas una moneda en un día despejado. Lo atamos con nuestros cinturones y después fuimos a buscar ramas secas y trozos de resaca, como niños que jugaran a una nueva versión del escondite. Mientras tanto, Alvin Sackheim estaba recostado allí y le murmuraba a su abuela. Los ojos de Susie se pusieron muy brillantes y respiraba agitadamente. La escena la excitaba mucho. Cuando nos metimos en el cañón que está del otro lado del promontorio se apoyó contra mí y me besó. Llevaba demasiado carmín y fue como besar una chapa grasienta.
La aparté y fue entonces cuando empezó a hacer pucheros. Volvimos, todos, y apilamos las ramas secas hasta la cintura de Alvin Sackheim. Needles encendió la pira con su «Zippo» y se inflamó rápidamente. Por fin, apenas un momento antes de que se le incendiara el pelo, el tipo empezó a chillar. En el aire flotaba un olor parecido al del cerdo dulce de las comidas chinas.
—¿Tienes un cigarrillo, Bernie? —preguntó Needles.
—Tienes unos cincuenta cartones a tus espaldas. Sonrió y le dio un manotazo a un mosquito que le estaba picando en el brazo.
—No tengo ganas de moverme.
Le di un cigarrillo y me senté. Susie y yo habíamos conocido a Needles en Portland. Estaba sentado sobre el bordillo de la acera frente al «Slate Theater», tocando melodías de Leadbelly con una vieja y enorme guitarra «Gibson» que había robado en alguna parte. El sonido reverberaba de un extremo a otro de Congress Street como si estuviera tocando en una sala de conciertos.
Susie se detuvo delante de nosotros, todavía jadeante.
—Eres un desgraciado, Bernie.
—Por favor, Susie. Da vuelta al disco. Esa cara apesta.
—Cerdo. Estúpido hijo de puta. Insensible. ¡Crápula!
—Vete o te arrearé en un ojo, Susie —dije—. Te lo juro.
Se echó a llorar de nuevo. Ésa era su especialidad. Corey se acercó y trató de rodearla con el brazo. Susie le pegó un codazo en la ingle y él le escupió en la cara.
—¡Te mataré! —le acometió, chillando y llorando, haciendo girar las manos como aspas. Corey retrocedió y estuvo a punto de caer, y después dio media vuelta y huyó. Susie lo siguió, profiriendo procacidades histéricas. Needles echó la cabeza hacia atrás y se rió. El ruido de la radio de Corey nos llegó débilmente por encima del de la marejada.
Kelly y Joan se habían alejado. Los vi caminar junto al borde del agua, ciñéndose recíprocamente la cintura con los brazos. Parecían salidos de uno de esos anuncios que hay en los escaparates de las agencias de viajes: Volad a la paradisíaca St. Lorca. Estupendo. Disfrutaban mucho.
—¿Bernie?
—¿Qué quieres?
Me senté y fumé y pensé en Needles: levantando la tapa de su «Zippo», accionando la ruedecilla, prendiendo fuego con pedernal y acero como un troglodita.
—La he pescado —dijo Needles.
—¿De veras? —Lo miré—. ¿Estás seguro?
—Claro que sí. Me duele la cabeza. Me duele el estómago. Siento un ardor al orinar.
—Quizás es sólo la gripe de Hong Kong. Susie tuvo la gripe de Hong Kong. Ya pedía una Biblia. —Me reí. Eso había sucedido cuando aún estábamos en la Universidad, más o menos una semana antes de que la clausuraran definitivamente, un mes antes de que empezaran a cargar los cadáveres en camionetas de volquete y a enterrarlos en fosas comunes con palas mecánicas.
—Mira. —Encendió una cerilla y la colocó bajo el ángulo de su quijada. Vi las primeras manchas triangulares, la primera hinchazón. Sí, era la A6.
—De acuerdo —asentí.
—No me siento muy mal —comentó—. Psicológicamente, quiero decir. Tu caso es distinto. Tú piensas mucho en eso. Me doy cuenta.
—No, no pienso en ello —mentí.
—Claro que piensas. Y en el tipo de esta noche. También piensas en eso. Es probable que le hayamos hecho un favor, en última instancia. Creo que no se dio cuenta de lo que sucedía.
—Sí, se dio cuenta.
Needles se encogió de hombros y se volvió.
—No importa.
Fumamos y yo miraba cómo las olas iban y venían. Needles estaba en las últimas. Eso hacía que todo volviera a asumir contomos muy reales. Ya estábamos a fines de agosto y dentro de un par de semanas se insinuarían los primeros fríos de otoño. Sería hora de buscar abrigo en alguna parte. Invierno. Probablemente cuando llegara la Navidad estaríamos todos muertos. En una sala ajena, con el costoso radio-magnetófono de Corey colocado sobre una biblioteca de libros condensados del Reader's Di-gest mientras el débil sol de invierno proyectaba sobre la alfombra las absurdas formas de los marcos de las ventanas.
La imagen fue lo suficientemente nítida como para hacerme temblar. En agosto nadie debería pensar en el invierno. Es como sentir pisadas sobre la propia tumba.
Needles se rió.
—¿Has visto? Tú sí que piensas en eso. ¿Qué podía contestar? Me levanté.
—Iré a buscar a Susie.
—Quizá somos los últimos habitantes de la Tierra, Bernie. ¿Has pensando en ello alguna vez?
Bajo la tenue luz de la luna ya parecía medio muerto, con sus ojeras y sus dedos pálidos, inmóviles, semejantes a lápices.
Me acerqué al agua y paseé los ojos sobre ella. No había nada para ver, excepto los lomos inquietos y movedizos de las olas, rematados por delicados copetes de espuma. Allí el fragor de las rompientes era tremendo, más descomunal que el mundo. Como si estuvieras en medio de una tormenta eléctrica. Cerré los ojos y me mecí sobre los pies descalzos. La arena estaba fría y apelmazada. ¿Qué importaba si éramos los últimos habitantes del mundo? Eso continuaría mientras hubiera una Luna que ejerciera su atracción sobre el agua.
Susie y Corey estaban en la playa. Susie lo cabalgaba como si él fuera un semental brioso, y le metía la cabeza bajo el agua bullente. Corey manoteaba y chapoteaba. Ambos estaban empapados. Me acerqué a ellos y derribé a Susie con el pie. Corey se alejó a gatas, escupiendo y resollando.
—¡Te odio! —me gritó Susie. Su boca era una oscura media luna sonriente. Parecía la entrada del barracón de la risa de un parque de diversiones. Cuando yo era niño mi madre nos llevaba a mí y a mis hermanos al Hamson State Park y allí había un barrancón de la risa con una enorme cara de payaso en el frente, y la gente entraba por la boca.
—Vamos, Susie. Arriba, perrilla. —Le tendí la mano. Ella la cogió dubitativa y se levantó. Tenía arena húmeda pegada a la blusa y la piel.
—No deberías haberme empujado, Bemie. No te permitiré...
—Vamos —repetí. No parecía un tocadiscos mecánico: no hacía falta echarle monedas y no se desconectaba nunca.
Caminamos por la playa hasta la concesión principal. El hombre que administraba el establecimiento tenía un pisito en la planta alta. Había una cama. Susie no se merecía realmente una cama, pero Needles tenía razón. No importaba. Ya nadie controlaba el juego.
La escalera estaba adosada a la pared lateral del edificio, pero me detuve un minuto para mirar por la ventana rota las mercancías polvorientas que había dentro y que ya nadie se molestaba en robar: pilas de camisetas deportivas (con la leyenda «Anson Beach» y una imagen de cielo y olas estampada en el pecho), pulseras resplandecientes que dejaban verde la muñeca al segundo día, brillantes pendientes de pacotilla, balones de playa, tarjetas de visita mugrientas, vírgenes de cerámica mal pintadas, vómito plástico (¡Muy realista! ¡Pruébelo con su esposa!), ruegos artificiales para un Cuatro de Julio que nunca se celebró, toallas de playa con una chica voluptuosa en bikini rodeada por los nombres de un centenar de famosos centros turísticos, gallardetes (Recuerdo de la playa y el parque Anson), globos, bañadores. En el frente había un snack bar especial con un gran cartel que decía: PRUEBE NUESTRO PASTEL ESPECIAL DE MARISCOS.
Yo frecuentaba mucho Anson Beach cuando aún era alumno de la escuela secundaria. Eso fue siete años antes de la A6 y cuando andaba con una chica llamada Maureen. Una chica fornida. Usaba un bañador rosado a cuadros. Acostumbraba a decirle que parecía un mantel. Caminábamos por la acera de tablas que pasaba frente a ese establecimiento, descalzos, con la madera caliente y arenosa bajo los talones. Nunca probamos el pastel especial de mariscos.
—¿Qué miras?
—Nada.
Tuve sueños feos y llenos de sudor en los que aparecía Alvin Sackheim. Estaba recostado tras el volante de su reluciente «Lincoln» amarillo, hablando de su abuela. No era nada más que una cabeza tumefacta, ennegrecida, y un esqueleto carbonizado. Olía a quemado. Hablaba sin cesar y después de un rato ya no pudo pronunciar ni una palabra. Me desperté jadeando.
Susie estaba despatarrada sobre mis muslos, pálida y abotargada. Mi reloj marcaba las 3.50, pero se había parado. Afuera aún estaba oscuro. La marejada golpeaba y estallaba. Pleamar. Aproximadamente las 4.15. Pronto amanecería. Me levanté de la cama y fui hasta la puerta. La brisa marina me produjo una sensación agradable al acariciar mi cuerpo caliente. A pesar de todo no quería dormir.
Me encaminé hacia un rincón y cogí una cerveza. Había tres o cuatro cajones de «Bud» apilados contra la pared. Estaba tibia porque no había electricidad. Pero no me disgustaba la cerveza tibia, como a otras personas. Sólo produce un poco más de espuma. La cerveza es cerveza. Salí al rellano y me senté y tiré de la anilla de la lata y bebí.
Ésa era, pues, la situación: toda la raza humana aniquilada, pero no por las armas atómicas ni por la guerra biológica ni por la contaminación ni por nada portentoso. Soto por la gripe. Me habría gustado colocar una inmensa placa en alguna parte. Quizás en las salinas de Bonneville. La Plaza de Bronce. De cuatro kilómetros y medio de longitud por cada lado. Y diría en grandes letras en altorrelieve, para información de cualquier extra-terrestre recién llegado: SÓLO LA GRIPE.
Arrojé la lata de cerveza por encima de la baranda. Se estrelló con un ruido metálico hueco contra la acera de cemento que rodeaba el edificio. La tienda era un triángulo oscuro sobre la arena. Me pregunté si Needles estaba despierto. Y yo lo estaría.
—¿Bernie?
Susie estaba en el umbral, y se había puesto una de mis camisas. Esto es algo que aborrezco. Suda como un cerdo.
—Ya no te gusto mucho, ¿verdad, Bemie? No contesté. Había momentos en que todavía podía
apiadarme de todo. Ella no me merecía a mí así como yo
no la merecía a ella.
—¿Puedo sentarme contigo?
—Dudo que haya espacio suficiente para los dos. Dejó escapar un hipo ahogado y se encaminó nuevamente hacia dentro.
—Needles tiene la A6 —anuncié.
Se detuvo y me miró. Sus facciones no reflejaban la menor expresión.
—No bromees, Bemie. Encendí un cigarrillo.
—¡No es posible! Tuvo la...
—Sí, tuvo la A2. La gripe de Hong Kong. Como tú y yo y Corey y Kelly y Joan.
—Pero eso significaría que no es...
—Inmune.
—Sí. Entonces nosotros podríamos enfermar.
—Quizá mintió cuando juró que había tenido la A2.
Para que lo dejáramos venir con nosotros —dije. Su rostro se distendió.
—Claro, eso es. Yo también habría mentido, en esa situación. A nadie le gusta estar solo, ¿verdad? —Vaciló—. ¿Quieres volver a la cama?
—Aún no.
Susie entró. No hacía falta que le dijera que la A2 no era una garantía contra la A6. Ella lo sabía. Se había limitado a bloquear la idea. Me quedé sentado, mirando la marejada. Era verdaderamente la pleamar. Hacía algunos años, Anson había sido el único lugar decente de todo el Estado para practicar surf. El promontorio era una jiba oscura y sobresaliente que se recortaba contra el cielo. Me pareció ver el saliente que hacía las veces de atalaya, pero probablemente eso sólo fue obra de mi imaginación. A veces Kelly llevaba a Joan al promontorio. No creía que esa noche estuvieran allí arriba.
Metí la cara entre las manos y palpé la piel, su textura. Todo se comprimía con tanta rapidez y era tan mezquino... sin ninguna dignidad.
La marejada subía, subía. Sin límites. Limpia y profunda. Maureen y yo habíamos ido allí en verano, después de salir de la escuela secundaria, en el verano que precedió a la Universidad y a la realidad y a la A6 que había llegado del sudeste de Asia y que había cubierto el mundo como un palio, y entonces comimos pizza, escuchamos la radio, yo le unté la espalda con aceite, ella untó la mía, el aire estaba caliente, la arena brillante, el sol como un espejo cóncavo capaz de incendiar el mundo.