Regocíjese con este genial relato de Richard Wilson.
LA AVISPA
La avispa chocó, zumbando, contra el cristal del parabrisas, en el interior del coche, y el conductor notó la presencia del insecto por primera vez. En aquel momento iniciaba una curva a cuarenta y cinco millas por hora, de modo que no pudo hacer nada. Cuando pasó la curva, el hombre, que iba solo en el automóvil, alargó la mano y abrió la ventanilla de la derecha. La pequeña ventanilla de ventilación de la izquierda ya estaba abierta. El hombre agitó la mano, no demasiado cerca de la avispa, como para señalarle el camino de la libertad.
La avispa continuó zumbando y no hizo el menor caso de la ventanilla abierta. Sus alas siguieron chocando contra el cristal del parabrisas.
Dos veces más, cuando el tránsito lo permitió, el hombre trató de comunicar a la avispa que había un camino para salir del coche. La segunda vez, la avispa zumbó furiosamente, en un crescendo, y el hombre decidió no insistir. No había sido picado nunca por uno de aquellos animalitos, pero ésta podía ser la primera vez, si la avispa se enfurecía.
Al cabo de un rato, la avispa dejó de zumbar y empezó a revolotear de un lado a otro. El insecto debió entrar en el automóvil cuando éste se encontraba aparcado cerca de la casa, antes de que el hombre lo pusiera en marcha para dirigirse a la ciudad. El día era muy caluroso, y había dejado las ventanillas abiertas a fin de mantener ventilado el vehículo.
Al pasar junto a uno de los mojones de la carretera, el conductor comprobó que había recorrido diez millas. Casi la mitad del camino. En cierta ocasión había medido la distancia: 22,2 millas desde su casa hasta el lugar donde aparcaba el automóvil para tomar un metro que le llevaba hasta el centro de la ciudad.
Se preguntó si el hogar de la avispa no estaría situado cerca del suyo. Había un nido de avispas debajo del alero de su casa, lo suficientemente alto como para no ser un peligro para nadie. Si hacía salir a la avispa del vehículo, el animalito se encontraría muy lejos de su hogar, a pesar de su capacidad de vuelo, la cual, por otra parte, era un misterio para el conductor. Tal vez no pudiera regresar a su nido. Tal vez no pudiera encontrar otra colonia de avispas, y si la encontraba, tal vez no fuera aceptada en ella.
Normalmente hacía funcionar la radio del coche; de haber seguido esta costumbre en aquella ocasión, se hubiera olvidado de la avispa en cuanto dejó de zumbar. Pero la radio estaba estropeada y, por tanto, la mente del conductor disponía de la atención necesaria para dedicarla a la pequeña fantasía sobre la desplazada avispa.
Obedeciendo a un repentino impulso, volvió a cerrar la ventanilla de la derecha. Había decidido encerrar a la avispa en el automóvil y hacer con ella el camino de regreso. Sus asuntos sólo le retendrían en la ciudad unas cuantas horas, y luego, los dos —la avispa y él— regresarían a casa.
Los movimientos que hizo al cerrar la ventanilla sobresaltaron a la avispa. Zumbó frente al rostro del conductor, luego alrededor de su cabeza y, por último, fue a chocar contra la ventanilla que acababa de cerrarse.
«Eres una tonta —dijo el hombre, en tono casi cariñoso—. Te llevaré a casa, quieras o no.»
Evidentemente, el hombre del rifle era un cazador. O, para ser más exactos, un cazador furtivo. La temporada de caza había terminado, y si le sorprendían en el coto, con un arma de fuego, le darían un disgusto.
No había conseguido cobrar ninguna pieza, y su ánimo, bajo el cálido sol del mediodía, se mostraba afectado por una gran depresión. Estaba en pie desde antes del alba, y se sentía muy fatigado.
Iba andando, murmurando en voz baja, cuando vio el reflejo del sol sobre un objeto metálico, en un claro del bosque, a poca distancia del lugar donde se encontraba. Un edificio, al parecer; aunque es difícil imaginar la existencia de un edificio en un lugar tan apartado.
Apresuró el paso y, cuando estuvo más cerca del objeto, comprobó que no era un edificio. Llegó al borde del claro, lo distinguió con claridad y, contra lo que le mostraron sus propios ojos, se negó a admitir la evidencia.
Parecía una nave espacial. Al menos, tenía el aspecto de las naves espaciales que el cazador había visto en el cine y en las revistas infantiles. Pero no estaba dispuesto a aceptar una cosa como aquella en el terreno de la realidad.
Había leído las noticias que publicaban los periódicos acerca de las investigaciones espaciales y de los satélites construidos por el hombre que podían situarse por encima de la atmósfera terrestre. Pero eran habladurías.
Sin embargo, aquello que tenía ante sí existía. Estaba allí... Fuera lo que fuese.
A su alrededor no había cabañas ni cobertizos, lo cual demostraba que aquél no era el lugar en que había sido construido. Ni tampoco se veían cámaras, ni actores, ni otros elementos de rodaje cinematográfico. En realidad, no había nada, excepto la nave, larga, plateada, descansando sobre su cola.
Su puerta ¿o la llamaban escotilla? estaba abierta. El cazador no pudo ver a nadie dentro. Debajo de la escotilla había una escalera de metal, plegable.
Permaneció de pie en el borde del claro, sin tratar de ocultarse, pero sin hacerse demasiado visible. Dejó transcurrir un largo rato antes de tomar la decisión de acercarse un poco más. Mientras tanto, nada se había movido.
Cuando llegó al pie de la escalerilla se detuvo, con el oído atento. No oyó el menor ruido. Subió los peldaños de metal y penetró en la nave. Nadie.
En el interior todo brillaba como la plata. Todo flamante. Un pasillo conducía a la parte superior, formando espiral. Tras una leve vacilación, el hombre echó a andar por el pasillo, empuñando fuertemente su rifle.
El pasillo parecía no tener fin; el hombre estaba pensando en la conveniencia de abandonar la empresa, cuando llegó ante una puerta. Estaba cerrada.
Se detuvo y escuchó. No oyó nada.
La puerta no tenía manecilla, pero, al empujar el hombre, se abrió.
La cámara a que daba paso estaba también desocupada. Pero, por primera vez, aparecieron señales de habitabilidad. Había muebles, por ejemplo. No sillas, ni sillones, sino una cosa intermedia. Parecían cómodos.
Había una mesa, o banco, a lo largo de una de las paredes, con varios recipientes encima. Eran metálicos. Los más pequeños semejaban arquillas, y cajas fuertes los de mayor tamaño. Todos eran de plata, o al menos plateados.
El hombre se acercó a ellos pero no consiguió descubrir el modo de abrirlos. En apariencia, no tenían cerradura.
El hombre quedó absorto en la contemplación de las cajas por espacio de un par de minutos. Después se irguió de nuevo y escuchó atentamente. Nada.
En la camareta había otras cosas, pero ninguna tenía sentido para él.
Probó una de las sillas-sillones y la encontró muy cómoda. Era de plata también, aunque el asiento y el respaldo estaban tapizados con un material esponjoso.
El hombre se sentó, diciéndose que lo mismo podía escuchar sentado que de pie. Colocó el rifle sobre sus rodillas.
Se sintió invadido por una gran somnolencia, pero hizo un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos y aguzó el oído, como compensación.
Al cabo de un minuto, se durmió.
Le despertaron unas suaves vibraciones. Y, al darse cuenta de dónde estaba, se maldijo a sí mismo por haberse quedado dormido. Se puso en pie de un salto. Se encaminó hacia la puerta. La empujó, pero continuó cerrada. Luego recordó que se había abierto hacia dentro, no hacia fuera, y buscó un tirador. No había ninguno.
Había luz artificial, pero el hombre no consiguió saber su procedencia. Ninguna ventana. Sólo aquella puerta. El hombre calculó los posibles efectos de una bala de rifle. Si hubiese existido alguna cerradura, hubiera disparado contra ella. Pero no había ninguna cerradura, y un disparo de rifle sólo hubiese logrado revelar su presencia.
Las vibraciones continuaban. Eran muy leves, como si se produjeran muy lejos, o estuvieran aisladas; pero no cabía duda de que procedían de la nave.
El hombre, repentinamente asustado, se preguntó si habrían despegado.
Y, si habían despegado, se preguntó a continuación, dejando que el temor se impusiera a su escepticismo acerca de la existencia de las naves espaciales, ¿adonde se dirigían?
Empezó a dar vueltas por la camareta, frenéticamente. Trató de mover las sillas-sillones, pero estaban firmemente unidas al suelo de metal. Cogió las cajas de color de plata más pequeñas y las tiró contra el suelo. Las de mayor tamaño eran demasiado pesadas para que pudiera levantarlas, pero podía arrastrarlas por encima de la mesa y hacerlas caer. Las hizo caer. Ni siquiera se abollaron.
En una de las paredes había una cuadrícula de artesonado. El hombre apoyó el rifle contra la pared y apretó con ambas manos. Nada. Luego recorrió el artesonado con las puntas de los dedos, buscando algún botón o algún resorte oculto. Si había alguno, no consiguió encontrarlo.
Finalmente, exhausto y furioso, se quedó de pie en el centro de la camareta. Empuñó su rifle, dispuesto a disparar a la menor señal de peligro.
Seguía allí, en pie, tenso y asustado, cuando cesaron las vibraciones, cinco minutos más tarde.
El silencio era absoluto, exceptuando el sonido de su propia respiración. Esto le impresionó aún más. Sus piernas empezaron a temblar, sin que pudiera dominarlas. Se acercó de nuevo a la silla-sillón y se sentó.
Esperó.
Sus ojos estaban clavados en la puerta, la única entrada posible, cuando empezó a moverse hacia dentro, lentamente.
El nombre volvió a temblar, pero apuntó su rifle en dirección a la puerta y murmuró con voz ronca:
—De acuerdo, entre, pero levante las manos por encima de su cabeza.
Se tildó a sí mismo de estúpido mientras pronunciaba aquellas palabras.
Pero su aturdimiento subió de punto cuando la puerta se hubo abierto del todo sin que apareciera nadie.
El hombre se puso en pie y se dirigió cautelosamente hacia el umbral. Asomó la cabeza, pulgada a pulgada, y miró arriba y abajo del pasillo. Nadie. Nada. Ni un ruido.
Con el rifle en la mano, dio unos cuantos pasos hacia la derecha. El pasillo se extendía delante de él. Luego recorrió a la inversa el camino que le había conducido a la camareta. La escotilla a través de la cual se había introducido en la nave, estaba cerrada. No le sorprendió, desde luego, pero quiso convencerse. Subió de nuevo por el pasillo en espiral. La puerta de la camareta aparecía cerrada. La empujó con el hombro... no logró abrirla.
El hombre avanzó por el largo pasillo, tratando de no hacer ruido. Pero sus pesadas botas crujían a cada paso que daba y, en el profundo silencio, aquellos crujidos resultaban ensordecedores... al menos para él. En consecuencia, renunció a toda precaución y empezó a andar con paso decidido. Esto pareció devolverle toda su presencia de ánimo, y cuando llegó al final del pasillo y encontró otra puerta, la empujó sin vacilar.
La puerta se abrió.
El ser estaba recostado en una silla-sillón. Una de las cajas de plata estaba en el suelo, cerca de él. Una especie de tubo ascendía desde la caja hasta el rostro del ser, el cual parecía estar alimentándose.
El hombre y el ser se contemplaron uno a otro en silencio. El hombre no hizo ningún movimiento con su rifle. El ser continuó alimentándose.
Lo que el hombre estaba viendo era una casi-persona. Tenía una cabeza, un cuerpo, cuatro extremidades. Nada permitía adivinar si andaba sobre las cuatro, o sobre las dos posteriores. Ninguna de las extremidades estaba calzada, y manos y pies se confundían.
El ser habló. Su charla era una especie de ulular en tono menor, que no le impedía seguir alimentándose.
Lo que el ser le estaba diciendo al hombre, sin preámbulo ni acogida de ninguna clase, era que se había dado cuenta muy pronto, después de despegar, de que la nave tenía un polizón.
El hombre no comprendió una sola palabra.
El ser conjeturó lo que estaba ocurriendo y lamentó la imposibilidad de establecer comunicación entre ellos, pero continuó hablando como para demostrar que sus sentimientos eran amistosos.
—Desgraciadamente —dijo el ser, mirando al hombre con ojos afectados como un diamante—, ahora no puedo regresar. Tengo trazado un plan de vuelo, y no puedo apartarme de él.
Hizo una pausa como si esperase una respuesta, pero el hombre no dijo nada. El ser no hizo ningún movimiento, excepto para flexionar sus dedos lentamente.
—Mi patrulla me recogerá pasado el sistema solar —continuó diciendo el ser—, y usted tendrá que venir conmigo. Mi próximo viaje tendrá lugar dentro de dos años. Entonces podrá volver a su casa. Entretanto, le cuidaremos bien.
El hombre, sin comprender, escuchaba las palabras con suspicacia. La voz ululante del ser le erizaba los pelos de la nuca. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, exactamente igual que una noche que estaba cazando en un bosque desconocido y un lobo aulló más allá de la fogata de su campamento, pero muy cerca de él.
El hombre miró hacia atrás repentinamente, pero no vio a nadie.
—Estoy solo en la nave —dijo el desconocido, interpretando correctamente el movimiento del hombre—. Ahora tengo que comprobar el rumbo. Pura rutina. Venga conmigo, si quiere.
El ser saltó de la silla-sillón al suelo con un gracioso movimiento y le hizo una seña al hombre para que le siguiera. Su paso no era el humano andar erguido, ni el trote de un cuadrúpedo, sino algo intermedio.
El hombre se apartó a un lado cuando el ser pasó junto a él, de camino hacia la puerta. Luego le siguió, con cautela.
Pasaron a lo largo de una serie de pasillos que brillaban como la plata bruñida. El desconocido dirigía miradas ocasionales hacia atrás. El hombre le seguía, con las manos engarfiadas en su rifle.
—Lamento las molestias que va a ocasionarle todo esto —dijo el ser, sabiendo que no sería comprendido, pero contento, al parecer, de tener una oportunidad para hablar—. Escogí una zona que me pareció deshabitada para aterrizar y recargar los tanques de atmósfera. He estado en su planeta varias veces, pero hasta ahora nadie había visto la nave, al menos que yo sepa.
—Me está usted poniendo nervioso —dijo el hombre en voz alta—. Será mejor que no siga moviéndose de ese modo, si no quiere que le vuele la cabeza.
—¿De manera que habla usted? —dijo el ser—. Bien. Un lenguaje muy curioso, y posiblemente inteligente. Tengo que grabarlo para su estudio. Tal vez su planeta tenga otras posibilidades. Me pregunto si la suya es la forma de vida dominante, o uno de los sub-grupos. Incluso es posible que podamos establecer comunicación antes de que vuelva a dejarle en el lugar donde le encontré.
—Su cabeza sería un hermoso trofeo —dijo el hombre—. Desde luego, no me creería nadie. Creerían que era un truco de un taxidermista.
—Esta es la sala de mandos —dijo el desconocido. Hizo un gesto y se abrió una puerta. El desconocido la cruzó, invitando al hombre a seguirle. El hombre lo hizo.
—Esto parece la cabina del piloto, o el puente, o como diablos se llame —dijo el hombre—. Si liquidara a ese monstruo, tal vez pudiera aprender a pilotar esto y regresar a casa.
El ser se acercó a un cubo plateado montado sobre un trípode y lo estudió con atención, aunque el hombre no pudo ver más que una superficie completamente lisa.
—Perfecto —dijo el ser—. ¿Le gustaría ver dónde estamos?
Tocó el cubo aquí y allí con rápidos movimientos de sus dedos, y un trozo de la pared se convirtió en una pantalla. Allí, contra la negrura tachonada de estrellas del espacio, estaba la Luna, y, más allá, un globo verde que debía de ser la Tierra.
El hombre abrió la boca involuntariamente. Era como si creyera por primera vez que la nave había abandonado el suelo.
—Un hermoso espectáculo —dijo el ser—. Su mundo es uno de los más bellos. Algún día nos dedicaremos a explorarlo. Y el conocimiento de su lenguaje, si es que se trata de un lenguaje, podría ayudarnos. ¿Por qué no empezamos ahora? —Señaló la Luna—. Satélite —dijo.
—Eso es la Luna, sí —dijo el hombre.
—Slalunasí —repitió el ser—. Muy interesante. —Señaló el globo verde—. Sistema XI, Planeta Tres. Supongo que ustedes le llaman Tierra. La mayoría de seres que viven en el suelo utilizan ese término para designar a su planeta. Tierra —repitió.
El ulular del desconocido subió y bajó de tono, pero el hombre no consiguió distinguir nada que se pareciera ni remotamente a una palabra.
—Creo que estamos en plena clase de idiomas. Pero yo no pesco ni una.
—Muy difícil, muy difícil —dijo el ser. Señaló otra vez la Luna—. Slalunasí.
—Luna.
—Una... Comprendo, una variación. Probablemente, uno es el vocablo genérico, y otro el específico. Estamos progresando, amigo mío. Estoy seguro de que dentro de unas semanas podremos conversar. Mientras, debo cuidar de usted. Supongo que debe comer...
El ser hizo desaparecer la pantalla de la pared, colocó una caja plateada cerca de una silla-sillón, hizo un gesto al hombre para que se sentara y le ofreció el tubo que estaba conectado a la caja.
El hombre tomó el tubo y se sentó. Examinó la caja y el tubo con suspicacia, y luego golpeó el extremo del tubo contra la palma de su mano para ver lo que salía. No salió nada. Tranquilizado por el hecho de que el ser se había alimentado de una caja similar, se llevó el tubo a la boca. Inmediatamente brotó un espeso líquido, tibio, y el hombre apartó el tubo a un lado.
El líquido era completamente insípido, pero aquel breve sorbo le había infundido una sensación de bienestar. Miró al ser, el cual asintió. Se llevó de nuevo el tubo a la boca. Sorbió.
Su sensación de bienestar aumentó. Estiró las piernas y se reclinó hacia atrás. La mano que empuñaba el rifle se aflojó, y el arma cayó al suelo.
Al cabo de unos instantes, el hombre estaba profundamente dormido.
Cuando se despertó de nuevo no abrió los ojos inmediatamente. Una especie de languidez le invadía desde la cabeza a los pies. Sabía dónde estaba, pero no experimentó ningún temor. Le estaban cuidando perfectamente y no tenía nada que temer del desconocido, que parecía un ser inteligente y amistoso.
Existía el problema de regresar a la Tierra, pero podía esperar. El hombre era un solitario, sin familia ni responsabilidades, y la aventura que estaba corriendo era más apasionante que la caza.
Recordó, con los ojos todavía cerrados, que no se sentía tan satisfecho antes de alimentarse con el tubo conectado a la caja plateada. La idea le inquietó. Posiblemente, le habían drogado.
Abrió los ojos de par en par.
Su cuerpo, decapitado, estaba tendido sobre una mesa, al otro lado de la habitación.
Mientras lo contemplaba, horrorizado, el cuerpo se aplastó y se ensanchó, como si un gran peso invisible lo estuviera oprimiendo desde arriba.
El cuerpo se hizo transparente, y el hombre pudo ver las venas y los huesos. Era su propio cuerpo. Reconoció la cicatriz producida por una operación de apendicitis, que había sufrido años antes.
Pero no sintió ningún dolor.
Su cabeza debía estar enroscada a alguna parte. Podía mover los ojos, pero nada más.
Encima de él había uno de los extraños cubos plateados de la nave. Podía verlo enarcando las cejas y dirigiendo la mirada hacia arriba. Una radiación de color violáceo salía de aquel cubo y bañaba su cabeza.
Miró hacia abajo, con temor, pero no vio ni una sola gota de sangre.
En aquel momento, el desconocido entró en la habitación. No miró la cabeza; se dirigió directamente a la mesa sobre la cual yacía el aplastado y transparente cuerpo. Lo examinó con gran interés.
La mente del hombre estaba gritando de indignación y de terror. Ante su vista, situado a quince pies de distancia del decapitado cuerpo, el ser se había convertido en un monstruo diabólico. Y pensar que en un momento determinado casi había llegado a creer, que podía confiar en él...
En aquel mismo instante, el ser se volvió y se dio cuenta de que los ojos de la cabeza estaban abiertos.
—¡Está usted despierto! —exclamó, preocupado—. ¡Oh! Lo siento...
Para el hombre, la expresión del desconocido fue perversa.
—Estaba convencido de que dormiría usted hasta que hubiera acabado de examinarle —dijo el desconocido—. Distinto metabolismo, supongo.
Pareció que trataba de leer la expresión de los ojos del hombre.
—Espero que conocerá usted este invento —dijo—. Si no lo conocía, le habrá producido una enorme impresión. —Volvió a inclinarse sobre el cuerpo—. Sí, el corazón late apresuradamente y la respiración es agitada. ¡Oh! Lo siento...
Las palabras del desconocido sonaron en loa oídos del hombre como el cántico ritual de un salvaje.
—Vamos a unirle de nuevo —dijo el ser—. Sé que tiene usted la sensación de que le han cortado la cabeza y le han aplastado el cuerpo, pero en realidad se trata de una simple ilusión óptica. Esto es nuestro Diagnostican. Muy eficaz, y completamente inofensivo. Por medio de él he registrado todas las funciones de su cuerpo. Y el rayo violeta que baña su cabeza está registrando lo que puede de su cerebro. Si fuera médico, podría explicárselo mejor. Aunque entonces, desde luego, no me comprendería usted en absoluto.
El desconocido se acercó a una de las paredes y pulsó varios interruptores.
La luz violácea se apagó e inmediatamente el hombre volvió a su primitivo estado, con la cabeza unida a su tronco. Estaba tendido sobre la mesa, sin ningún peso que le aplastara, y la mesita cúbica sobre la cual había reposado su cabeza, al otro lado de la habitación, vacía.
El hombre notó un hormigueo en todo su cuerpo, como si millares de insectos se pasearan por él. Se sentó rápidamente. En el suelo, estaba su rifle.
No se detuvo a pensar por qué estaba entero otra vez, sino que saltó de la mesa y cogió el rifle.
Disparó casi a quemarropa contra el ser. Falló el tiro por una pulgada.
—Por favor —dijo el desconocido—. Yo no le he hecho a usted ningún daño.
El segundo proyectil atravesó el hombro del desconocido.
—Pero, puedo hacerle daño —advirtió el ser—. No tengo por qué tenerle consideraciones especiales. Hay millones de seres de su especie.
Levantó la mano derecha, dejando al descubierto una especie de reloj que llevaba en la muñeca.
El rifle disparó por tercera vez.
Simultáneamente, el reloj desprendió unas radiaciones y el hombre quedó muerto.
El ser se encogió de hombros.
«Podía haber sido una interesante compañía», murmuro.
Recogió el cadáver del hombre y lo tiró al expulsor de los desperdicios.
El conductor del automóvil llegó al lugar de aparcamiento próximo a la entrada del metro. La avispa estaba de nuevo pegada al cristal del parabrisas.
El hombre se sentó ante el volante, dio la vuelta a la llave del encendido, pisó el embrague, dio gas y soltó el embrague.
Aquella serie de movimientos repentinos y maquinales debieron inquietar a la avispa.
Zumbó furiosamente, y se acercó al rostro del hombre.
El hombre agitó una mano delante de su rostro.
—Mira, avispa —dijo, medio en broma, medio asustado—. No quiero hacerte ningún daño. Quédate quieta, y no te pasará nada.
La avispa voló hacia la parte trasera del automóvil y volvió a acercarse al hombre.
—¡Maldito bicho! —exclamó el hombre, y utilizó su cartera de mano para librarse del ataque.
El zumbido del insecto se hizo todavía más furioso. El hombre vio su oportunidad, y la cartera de mano aplastó a la avispa.
El hombre cogió el insecto muerto por un ala y lo tiró por la ventanilla.
La avispa continuó zumbando y no hizo el menor caso de la ventanilla abierta. Sus alas siguieron chocando contra el cristal del parabrisas.
Dos veces más, cuando el tránsito lo permitió, el hombre trató de comunicar a la avispa que había un camino para salir del coche. La segunda vez, la avispa zumbó furiosamente, en un crescendo, y el hombre decidió no insistir. No había sido picado nunca por uno de aquellos animalitos, pero ésta podía ser la primera vez, si la avispa se enfurecía.
Al cabo de un rato, la avispa dejó de zumbar y empezó a revolotear de un lado a otro. El insecto debió entrar en el automóvil cuando éste se encontraba aparcado cerca de la casa, antes de que el hombre lo pusiera en marcha para dirigirse a la ciudad. El día era muy caluroso, y había dejado las ventanillas abiertas a fin de mantener ventilado el vehículo.
Al pasar junto a uno de los mojones de la carretera, el conductor comprobó que había recorrido diez millas. Casi la mitad del camino. En cierta ocasión había medido la distancia: 22,2 millas desde su casa hasta el lugar donde aparcaba el automóvil para tomar un metro que le llevaba hasta el centro de la ciudad.
Se preguntó si el hogar de la avispa no estaría situado cerca del suyo. Había un nido de avispas debajo del alero de su casa, lo suficientemente alto como para no ser un peligro para nadie. Si hacía salir a la avispa del vehículo, el animalito se encontraría muy lejos de su hogar, a pesar de su capacidad de vuelo, la cual, por otra parte, era un misterio para el conductor. Tal vez no pudiera regresar a su nido. Tal vez no pudiera encontrar otra colonia de avispas, y si la encontraba, tal vez no fuera aceptada en ella.
Normalmente hacía funcionar la radio del coche; de haber seguido esta costumbre en aquella ocasión, se hubiera olvidado de la avispa en cuanto dejó de zumbar. Pero la radio estaba estropeada y, por tanto, la mente del conductor disponía de la atención necesaria para dedicarla a la pequeña fantasía sobre la desplazada avispa.
Obedeciendo a un repentino impulso, volvió a cerrar la ventanilla de la derecha. Había decidido encerrar a la avispa en el automóvil y hacer con ella el camino de regreso. Sus asuntos sólo le retendrían en la ciudad unas cuantas horas, y luego, los dos —la avispa y él— regresarían a casa.
Los movimientos que hizo al cerrar la ventanilla sobresaltaron a la avispa. Zumbó frente al rostro del conductor, luego alrededor de su cabeza y, por último, fue a chocar contra la ventanilla que acababa de cerrarse.
«Eres una tonta —dijo el hombre, en tono casi cariñoso—. Te llevaré a casa, quieras o no.»
Evidentemente, el hombre del rifle era un cazador. O, para ser más exactos, un cazador furtivo. La temporada de caza había terminado, y si le sorprendían en el coto, con un arma de fuego, le darían un disgusto.
No había conseguido cobrar ninguna pieza, y su ánimo, bajo el cálido sol del mediodía, se mostraba afectado por una gran depresión. Estaba en pie desde antes del alba, y se sentía muy fatigado.
Iba andando, murmurando en voz baja, cuando vio el reflejo del sol sobre un objeto metálico, en un claro del bosque, a poca distancia del lugar donde se encontraba. Un edificio, al parecer; aunque es difícil imaginar la existencia de un edificio en un lugar tan apartado.
Apresuró el paso y, cuando estuvo más cerca del objeto, comprobó que no era un edificio. Llegó al borde del claro, lo distinguió con claridad y, contra lo que le mostraron sus propios ojos, se negó a admitir la evidencia.
Parecía una nave espacial. Al menos, tenía el aspecto de las naves espaciales que el cazador había visto en el cine y en las revistas infantiles. Pero no estaba dispuesto a aceptar una cosa como aquella en el terreno de la realidad.
Había leído las noticias que publicaban los periódicos acerca de las investigaciones espaciales y de los satélites construidos por el hombre que podían situarse por encima de la atmósfera terrestre. Pero eran habladurías.
Sin embargo, aquello que tenía ante sí existía. Estaba allí... Fuera lo que fuese.
A su alrededor no había cabañas ni cobertizos, lo cual demostraba que aquél no era el lugar en que había sido construido. Ni tampoco se veían cámaras, ni actores, ni otros elementos de rodaje cinematográfico. En realidad, no había nada, excepto la nave, larga, plateada, descansando sobre su cola.
Su puerta ¿o la llamaban escotilla? estaba abierta. El cazador no pudo ver a nadie dentro. Debajo de la escotilla había una escalera de metal, plegable.
Permaneció de pie en el borde del claro, sin tratar de ocultarse, pero sin hacerse demasiado visible. Dejó transcurrir un largo rato antes de tomar la decisión de acercarse un poco más. Mientras tanto, nada se había movido.
Cuando llegó al pie de la escalerilla se detuvo, con el oído atento. No oyó el menor ruido. Subió los peldaños de metal y penetró en la nave. Nadie.
En el interior todo brillaba como la plata. Todo flamante. Un pasillo conducía a la parte superior, formando espiral. Tras una leve vacilación, el hombre echó a andar por el pasillo, empuñando fuertemente su rifle.
El pasillo parecía no tener fin; el hombre estaba pensando en la conveniencia de abandonar la empresa, cuando llegó ante una puerta. Estaba cerrada.
Se detuvo y escuchó. No oyó nada.
La puerta no tenía manecilla, pero, al empujar el hombre, se abrió.
La cámara a que daba paso estaba también desocupada. Pero, por primera vez, aparecieron señales de habitabilidad. Había muebles, por ejemplo. No sillas, ni sillones, sino una cosa intermedia. Parecían cómodos.
Había una mesa, o banco, a lo largo de una de las paredes, con varios recipientes encima. Eran metálicos. Los más pequeños semejaban arquillas, y cajas fuertes los de mayor tamaño. Todos eran de plata, o al menos plateados.
El hombre se acercó a ellos pero no consiguió descubrir el modo de abrirlos. En apariencia, no tenían cerradura.
El hombre quedó absorto en la contemplación de las cajas por espacio de un par de minutos. Después se irguió de nuevo y escuchó atentamente. Nada.
En la camareta había otras cosas, pero ninguna tenía sentido para él.
Probó una de las sillas-sillones y la encontró muy cómoda. Era de plata también, aunque el asiento y el respaldo estaban tapizados con un material esponjoso.
El hombre se sentó, diciéndose que lo mismo podía escuchar sentado que de pie. Colocó el rifle sobre sus rodillas.
Se sintió invadido por una gran somnolencia, pero hizo un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos y aguzó el oído, como compensación.
Al cabo de un minuto, se durmió.
Le despertaron unas suaves vibraciones. Y, al darse cuenta de dónde estaba, se maldijo a sí mismo por haberse quedado dormido. Se puso en pie de un salto. Se encaminó hacia la puerta. La empujó, pero continuó cerrada. Luego recordó que se había abierto hacia dentro, no hacia fuera, y buscó un tirador. No había ninguno.
Había luz artificial, pero el hombre no consiguió saber su procedencia. Ninguna ventana. Sólo aquella puerta. El hombre calculó los posibles efectos de una bala de rifle. Si hubiese existido alguna cerradura, hubiera disparado contra ella. Pero no había ninguna cerradura, y un disparo de rifle sólo hubiese logrado revelar su presencia.
Las vibraciones continuaban. Eran muy leves, como si se produjeran muy lejos, o estuvieran aisladas; pero no cabía duda de que procedían de la nave.
El hombre, repentinamente asustado, se preguntó si habrían despegado.
Y, si habían despegado, se preguntó a continuación, dejando que el temor se impusiera a su escepticismo acerca de la existencia de las naves espaciales, ¿adonde se dirigían?
Empezó a dar vueltas por la camareta, frenéticamente. Trató de mover las sillas-sillones, pero estaban firmemente unidas al suelo de metal. Cogió las cajas de color de plata más pequeñas y las tiró contra el suelo. Las de mayor tamaño eran demasiado pesadas para que pudiera levantarlas, pero podía arrastrarlas por encima de la mesa y hacerlas caer. Las hizo caer. Ni siquiera se abollaron.
En una de las paredes había una cuadrícula de artesonado. El hombre apoyó el rifle contra la pared y apretó con ambas manos. Nada. Luego recorrió el artesonado con las puntas de los dedos, buscando algún botón o algún resorte oculto. Si había alguno, no consiguió encontrarlo.
Finalmente, exhausto y furioso, se quedó de pie en el centro de la camareta. Empuñó su rifle, dispuesto a disparar a la menor señal de peligro.
Seguía allí, en pie, tenso y asustado, cuando cesaron las vibraciones, cinco minutos más tarde.
El silencio era absoluto, exceptuando el sonido de su propia respiración. Esto le impresionó aún más. Sus piernas empezaron a temblar, sin que pudiera dominarlas. Se acercó de nuevo a la silla-sillón y se sentó.
Esperó.
Sus ojos estaban clavados en la puerta, la única entrada posible, cuando empezó a moverse hacia dentro, lentamente.
El nombre volvió a temblar, pero apuntó su rifle en dirección a la puerta y murmuró con voz ronca:
—De acuerdo, entre, pero levante las manos por encima de su cabeza.
Se tildó a sí mismo de estúpido mientras pronunciaba aquellas palabras.
Pero su aturdimiento subió de punto cuando la puerta se hubo abierto del todo sin que apareciera nadie.
El hombre se puso en pie y se dirigió cautelosamente hacia el umbral. Asomó la cabeza, pulgada a pulgada, y miró arriba y abajo del pasillo. Nadie. Nada. Ni un ruido.
Con el rifle en la mano, dio unos cuantos pasos hacia la derecha. El pasillo se extendía delante de él. Luego recorrió a la inversa el camino que le había conducido a la camareta. La escotilla a través de la cual se había introducido en la nave, estaba cerrada. No le sorprendió, desde luego, pero quiso convencerse. Subió de nuevo por el pasillo en espiral. La puerta de la camareta aparecía cerrada. La empujó con el hombro... no logró abrirla.
El hombre avanzó por el largo pasillo, tratando de no hacer ruido. Pero sus pesadas botas crujían a cada paso que daba y, en el profundo silencio, aquellos crujidos resultaban ensordecedores... al menos para él. En consecuencia, renunció a toda precaución y empezó a andar con paso decidido. Esto pareció devolverle toda su presencia de ánimo, y cuando llegó al final del pasillo y encontró otra puerta, la empujó sin vacilar.
La puerta se abrió.
El ser estaba recostado en una silla-sillón. Una de las cajas de plata estaba en el suelo, cerca de él. Una especie de tubo ascendía desde la caja hasta el rostro del ser, el cual parecía estar alimentándose.
El hombre y el ser se contemplaron uno a otro en silencio. El hombre no hizo ningún movimiento con su rifle. El ser continuó alimentándose.
Lo que el hombre estaba viendo era una casi-persona. Tenía una cabeza, un cuerpo, cuatro extremidades. Nada permitía adivinar si andaba sobre las cuatro, o sobre las dos posteriores. Ninguna de las extremidades estaba calzada, y manos y pies se confundían.
El ser habló. Su charla era una especie de ulular en tono menor, que no le impedía seguir alimentándose.
Lo que el ser le estaba diciendo al hombre, sin preámbulo ni acogida de ninguna clase, era que se había dado cuenta muy pronto, después de despegar, de que la nave tenía un polizón.
El hombre no comprendió una sola palabra.
El ser conjeturó lo que estaba ocurriendo y lamentó la imposibilidad de establecer comunicación entre ellos, pero continuó hablando como para demostrar que sus sentimientos eran amistosos.
—Desgraciadamente —dijo el ser, mirando al hombre con ojos afectados como un diamante—, ahora no puedo regresar. Tengo trazado un plan de vuelo, y no puedo apartarme de él.
Hizo una pausa como si esperase una respuesta, pero el hombre no dijo nada. El ser no hizo ningún movimiento, excepto para flexionar sus dedos lentamente.
—Mi patrulla me recogerá pasado el sistema solar —continuó diciendo el ser—, y usted tendrá que venir conmigo. Mi próximo viaje tendrá lugar dentro de dos años. Entonces podrá volver a su casa. Entretanto, le cuidaremos bien.
El hombre, sin comprender, escuchaba las palabras con suspicacia. La voz ululante del ser le erizaba los pelos de la nuca. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, exactamente igual que una noche que estaba cazando en un bosque desconocido y un lobo aulló más allá de la fogata de su campamento, pero muy cerca de él.
El hombre miró hacia atrás repentinamente, pero no vio a nadie.
—Estoy solo en la nave —dijo el desconocido, interpretando correctamente el movimiento del hombre—. Ahora tengo que comprobar el rumbo. Pura rutina. Venga conmigo, si quiere.
El ser saltó de la silla-sillón al suelo con un gracioso movimiento y le hizo una seña al hombre para que le siguiera. Su paso no era el humano andar erguido, ni el trote de un cuadrúpedo, sino algo intermedio.
El hombre se apartó a un lado cuando el ser pasó junto a él, de camino hacia la puerta. Luego le siguió, con cautela.
Pasaron a lo largo de una serie de pasillos que brillaban como la plata bruñida. El desconocido dirigía miradas ocasionales hacia atrás. El hombre le seguía, con las manos engarfiadas en su rifle.
—Lamento las molestias que va a ocasionarle todo esto —dijo el ser, sabiendo que no sería comprendido, pero contento, al parecer, de tener una oportunidad para hablar—. Escogí una zona que me pareció deshabitada para aterrizar y recargar los tanques de atmósfera. He estado en su planeta varias veces, pero hasta ahora nadie había visto la nave, al menos que yo sepa.
—Me está usted poniendo nervioso —dijo el hombre en voz alta—. Será mejor que no siga moviéndose de ese modo, si no quiere que le vuele la cabeza.
—¿De manera que habla usted? —dijo el ser—. Bien. Un lenguaje muy curioso, y posiblemente inteligente. Tengo que grabarlo para su estudio. Tal vez su planeta tenga otras posibilidades. Me pregunto si la suya es la forma de vida dominante, o uno de los sub-grupos. Incluso es posible que podamos establecer comunicación antes de que vuelva a dejarle en el lugar donde le encontré.
—Su cabeza sería un hermoso trofeo —dijo el hombre—. Desde luego, no me creería nadie. Creerían que era un truco de un taxidermista.
—Esta es la sala de mandos —dijo el desconocido. Hizo un gesto y se abrió una puerta. El desconocido la cruzó, invitando al hombre a seguirle. El hombre lo hizo.
—Esto parece la cabina del piloto, o el puente, o como diablos se llame —dijo el hombre—. Si liquidara a ese monstruo, tal vez pudiera aprender a pilotar esto y regresar a casa.
El ser se acercó a un cubo plateado montado sobre un trípode y lo estudió con atención, aunque el hombre no pudo ver más que una superficie completamente lisa.
—Perfecto —dijo el ser—. ¿Le gustaría ver dónde estamos?
Tocó el cubo aquí y allí con rápidos movimientos de sus dedos, y un trozo de la pared se convirtió en una pantalla. Allí, contra la negrura tachonada de estrellas del espacio, estaba la Luna, y, más allá, un globo verde que debía de ser la Tierra.
El hombre abrió la boca involuntariamente. Era como si creyera por primera vez que la nave había abandonado el suelo.
—Un hermoso espectáculo —dijo el ser—. Su mundo es uno de los más bellos. Algún día nos dedicaremos a explorarlo. Y el conocimiento de su lenguaje, si es que se trata de un lenguaje, podría ayudarnos. ¿Por qué no empezamos ahora? —Señaló la Luna—. Satélite —dijo.
—Eso es la Luna, sí —dijo el hombre.
—Slalunasí —repitió el ser—. Muy interesante. —Señaló el globo verde—. Sistema XI, Planeta Tres. Supongo que ustedes le llaman Tierra. La mayoría de seres que viven en el suelo utilizan ese término para designar a su planeta. Tierra —repitió.
El ulular del desconocido subió y bajó de tono, pero el hombre no consiguió distinguir nada que se pareciera ni remotamente a una palabra.
—Creo que estamos en plena clase de idiomas. Pero yo no pesco ni una.
—Muy difícil, muy difícil —dijo el ser. Señaló otra vez la Luna—. Slalunasí.
—Luna.
—Una... Comprendo, una variación. Probablemente, uno es el vocablo genérico, y otro el específico. Estamos progresando, amigo mío. Estoy seguro de que dentro de unas semanas podremos conversar. Mientras, debo cuidar de usted. Supongo que debe comer...
El ser hizo desaparecer la pantalla de la pared, colocó una caja plateada cerca de una silla-sillón, hizo un gesto al hombre para que se sentara y le ofreció el tubo que estaba conectado a la caja.
El hombre tomó el tubo y se sentó. Examinó la caja y el tubo con suspicacia, y luego golpeó el extremo del tubo contra la palma de su mano para ver lo que salía. No salió nada. Tranquilizado por el hecho de que el ser se había alimentado de una caja similar, se llevó el tubo a la boca. Inmediatamente brotó un espeso líquido, tibio, y el hombre apartó el tubo a un lado.
El líquido era completamente insípido, pero aquel breve sorbo le había infundido una sensación de bienestar. Miró al ser, el cual asintió. Se llevó de nuevo el tubo a la boca. Sorbió.
Su sensación de bienestar aumentó. Estiró las piernas y se reclinó hacia atrás. La mano que empuñaba el rifle se aflojó, y el arma cayó al suelo.
Al cabo de unos instantes, el hombre estaba profundamente dormido.
Cuando se despertó de nuevo no abrió los ojos inmediatamente. Una especie de languidez le invadía desde la cabeza a los pies. Sabía dónde estaba, pero no experimentó ningún temor. Le estaban cuidando perfectamente y no tenía nada que temer del desconocido, que parecía un ser inteligente y amistoso.
Existía el problema de regresar a la Tierra, pero podía esperar. El hombre era un solitario, sin familia ni responsabilidades, y la aventura que estaba corriendo era más apasionante que la caza.
Recordó, con los ojos todavía cerrados, que no se sentía tan satisfecho antes de alimentarse con el tubo conectado a la caja plateada. La idea le inquietó. Posiblemente, le habían drogado.
Abrió los ojos de par en par.
Su cuerpo, decapitado, estaba tendido sobre una mesa, al otro lado de la habitación.
Mientras lo contemplaba, horrorizado, el cuerpo se aplastó y se ensanchó, como si un gran peso invisible lo estuviera oprimiendo desde arriba.
El cuerpo se hizo transparente, y el hombre pudo ver las venas y los huesos. Era su propio cuerpo. Reconoció la cicatriz producida por una operación de apendicitis, que había sufrido años antes.
Pero no sintió ningún dolor.
Su cabeza debía estar enroscada a alguna parte. Podía mover los ojos, pero nada más.
Encima de él había uno de los extraños cubos plateados de la nave. Podía verlo enarcando las cejas y dirigiendo la mirada hacia arriba. Una radiación de color violáceo salía de aquel cubo y bañaba su cabeza.
Miró hacia abajo, con temor, pero no vio ni una sola gota de sangre.
En aquel momento, el desconocido entró en la habitación. No miró la cabeza; se dirigió directamente a la mesa sobre la cual yacía el aplastado y transparente cuerpo. Lo examinó con gran interés.
La mente del hombre estaba gritando de indignación y de terror. Ante su vista, situado a quince pies de distancia del decapitado cuerpo, el ser se había convertido en un monstruo diabólico. Y pensar que en un momento determinado casi había llegado a creer, que podía confiar en él...
En aquel mismo instante, el ser se volvió y se dio cuenta de que los ojos de la cabeza estaban abiertos.
—¡Está usted despierto! —exclamó, preocupado—. ¡Oh! Lo siento...
Para el hombre, la expresión del desconocido fue perversa.
—Estaba convencido de que dormiría usted hasta que hubiera acabado de examinarle —dijo el desconocido—. Distinto metabolismo, supongo.
Pareció que trataba de leer la expresión de los ojos del hombre.
—Espero que conocerá usted este invento —dijo—. Si no lo conocía, le habrá producido una enorme impresión. —Volvió a inclinarse sobre el cuerpo—. Sí, el corazón late apresuradamente y la respiración es agitada. ¡Oh! Lo siento...
Las palabras del desconocido sonaron en loa oídos del hombre como el cántico ritual de un salvaje.
—Vamos a unirle de nuevo —dijo el ser—. Sé que tiene usted la sensación de que le han cortado la cabeza y le han aplastado el cuerpo, pero en realidad se trata de una simple ilusión óptica. Esto es nuestro Diagnostican. Muy eficaz, y completamente inofensivo. Por medio de él he registrado todas las funciones de su cuerpo. Y el rayo violeta que baña su cabeza está registrando lo que puede de su cerebro. Si fuera médico, podría explicárselo mejor. Aunque entonces, desde luego, no me comprendería usted en absoluto.
El desconocido se acercó a una de las paredes y pulsó varios interruptores.
La luz violácea se apagó e inmediatamente el hombre volvió a su primitivo estado, con la cabeza unida a su tronco. Estaba tendido sobre la mesa, sin ningún peso que le aplastara, y la mesita cúbica sobre la cual había reposado su cabeza, al otro lado de la habitación, vacía.
El hombre notó un hormigueo en todo su cuerpo, como si millares de insectos se pasearan por él. Se sentó rápidamente. En el suelo, estaba su rifle.
No se detuvo a pensar por qué estaba entero otra vez, sino que saltó de la mesa y cogió el rifle.
Disparó casi a quemarropa contra el ser. Falló el tiro por una pulgada.
—Por favor —dijo el desconocido—. Yo no le he hecho a usted ningún daño.
El segundo proyectil atravesó el hombro del desconocido.
—Pero, puedo hacerle daño —advirtió el ser—. No tengo por qué tenerle consideraciones especiales. Hay millones de seres de su especie.
Levantó la mano derecha, dejando al descubierto una especie de reloj que llevaba en la muñeca.
El rifle disparó por tercera vez.
Simultáneamente, el reloj desprendió unas radiaciones y el hombre quedó muerto.
El ser se encogió de hombros.
«Podía haber sido una interesante compañía», murmuro.
Recogió el cadáver del hombre y lo tiró al expulsor de los desperdicios.
El conductor del automóvil llegó al lugar de aparcamiento próximo a la entrada del metro. La avispa estaba de nuevo pegada al cristal del parabrisas.
El hombre se sentó ante el volante, dio la vuelta a la llave del encendido, pisó el embrague, dio gas y soltó el embrague.
Aquella serie de movimientos repentinos y maquinales debieron inquietar a la avispa.
Zumbó furiosamente, y se acercó al rostro del hombre.
El hombre agitó una mano delante de su rostro.
—Mira, avispa —dijo, medio en broma, medio asustado—. No quiero hacerte ningún daño. Quédate quieta, y no te pasará nada.
La avispa voló hacia la parte trasera del automóvil y volvió a acercarse al hombre.
—¡Maldito bicho! —exclamó el hombre, y utilizó su cartera de mano para librarse del ataque.
El zumbido del insecto se hizo todavía más furioso. El hombre vio su oportunidad, y la cartera de mano aplastó a la avispa.
El hombre cogió el insecto muerto por un ala y lo tiró por la ventanilla.
Richard Wilson.
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