miércoles, mayo 27, 2009

H1N1 según Stephen King


Lea este cuento de los años setenta y saque sus propias conclusiones.


MAREJADA NOCTURNA

Por Stephen King.

Cuando el tipo estuvo muerto y el olor de su carne quemada se hubo despejado del aire, volvimos todos a la playa, Corey tenía su radio, uno de esos aparatos de transistores del tamaño de una maleta que se cargan con cua­renta filas y que también pueden grabar y reproducir cintas magnetofónicas. En verdad la calidad del sonido no era excepcional, pero, eso sí, era potente. Corey había sido rico antes de la A6, pero esos detalles ya no interesa­ban. Incluso esta enorme radio-magnetófono no era más que un hermoso trasto. En el aire sólo quedaban dos emi­soras de radio que podíamos sintonizar. Una era la WKDM de Portsmouth, con un disco-jockey palurdo que padecía delirios religiosos. Ponía un disco de Johnny Ray, leía un pasaje de los Salmos (sin omitir ningún Selah, como James Dean en Al este del Edén), y después llo­raba un poco más. Siempre la misma jarana. Un día can­tó Bringing in the Sheaves con una voz quebrada y gangosa que nos puso histéricos a Needles y a mí.
La emisora de Massachusetts era mejor, pero sólo sintonizábamos por la noche. La controlaba una pandilla de chicos. Supongo que se apoderaron de los equipos de transmisión de la WRKO o la WBZ después de que todos partieron o murieron. Sólo empleaban siglas chistosas, como WDROGA o KOÑO o WA6 o cosas parecidas. Muy graciosos de veras..., como para morirse de risa. Ésa era la que escuchábamos al volver a la playa. Yo le había cogido la mano a Susie; Kelly y Joan marchaban delante de nosotros, y Needles ya había pasado la cresta del pro­montorio y se había perdido de vista. Corey marchaba a retaguardia, balanceando la radio. Los Stones cantaban Angie.
—¿Me amas? —me preguntó Susie—. Eso es lo único que quiero saber, ¿me amas? —Susie necesitaba que la re­confortaran constantemente. Yo era su osito de juguete.
—No —respondí. Susie estaba engordando, y si vivía el tiempo suficiente se pondría realmente fofa. Ya era de­masiado pomposa.
—Eres una basura —dijo, y se llevó la mano a la cara. Sus uñas laqueadas refulgieron fugazmente bajo la me­dia luna que había asomado hacía media hora.
—¿Vas a llorar otra vez?
—¡Cierra el pico! —contestó ella. Sí, me pareció que iba a echarse a llorar de nuevo.
Llegamos a la cresta y nos detuvimos. Siempre tengo que detenerme. Antes de la A6 ésta había sido una playa pública. Turistas, grupos que organizaban picnics, chi­quillos con los mocos colgando y abuelas gordas y flacci­das con los hombros quemados por el sol. Envoltorios de caramelos y palitos de pirulines en la arena, toda la bella gente magreándose sobre sus mantas de playa, más el olor de los tubos de escape del aparcamiento, de las algas marinas, del aceite «Coppertone».
Pero ahora la bazofia y la mierda habían desapareci­do. El océano lo había devorado todo, absolutamente todo, con la misma indiferencia con que uno podría de­vorar un puñado de «Cracker Jacks». No había gente que pudiera volver a ensuciar la playa. Sólo nosotros, y no éramos tantos como para hacer demasiado estropicio. Y creo que además estábamos enamorados de la playa. ¿Acaso no acabábamos de tributarle una especie de sa­crificio? Incluso Susie, la putilla Susie con su culo gordo y sus pantalones «Oxford».
La arena era blanca y ondulada, y sólo estaba altera­da por el límite más alto de la pleamar: una franja sinuo­sa de algas, conchas marinas y resaca. La luna proyecta­ba negras sombras semicirculares y pliegues sobre todos los elementos. La torre abandonada del salvavidas se al­daba blanca y esquelética a unos cincuenta metros de las casetas de baño, apuntando al cielo como la falange de un dedo.
Y la marejada, la marejada nocturna, que despedía grandes trombas de espuma, y que estallaba contra los acantilados hasta donde alcanzaba la vista, con incesan­tes embates. Quizá la noche anterior esas mismas aguas habían estado a mitad de trayecto de Inglaterra.
«Angie por los Stones —anunció la voz quebrada de la radio de Corey—. Estoy seguro de que os agradará, un eco del pasado que suena como los dioses, directamente del surco, un disco que gusta. Os habla Bobby. Ésta de­bería haber sido la noche de Fred, pero Fred tiene la gri­pe. Está completamente hinchado.»
Susie eligió ese momento para reír, aunque las lágri­mas todavía le colgaban de las pestañas. Apresuré la mar­cha hacia la playa para hacerla callar.
—¡Esperad! —gritó Corey—. ¿Bernie? ¡Eh, Bernie, aguarda!
El tipo de la radio leía unas coplillas obscenas, y se oyó en el fondo la voz de una chica que le preguntaba dónde había dejado la cerveza. Él contestó algo, pero no­sotros ya habíamos llegado a la playa. Miré atrás para ver cómo se las ingeniaba Corey. Se deslizó sobre el culo, como de costumbre, y me pareció tan ridículo que lo compadecí un poco.
—Corre conmigo —le dije a Susie.
—¿Por qué?
Le di una palmada en las nalgas y chilló.
—Sólo porque se me antoja.
Corrimos. Ella se quedó rezagada, resollando como un caballo y pidiéndome a gritos que acortara el paso, pero yo me la quité de la cabeza. El viento zumbaba en mis oídos y me hacía flamear el pelo sobre la frente. Olía la sal de la atmósfera, penetrante y acre. Restallaba la marejada. Las olas parecían una espuma de cristal negro. Me quité las sandalias de goma, con sendos puntapiés, y corrí descalzo por la arena, sin que me inquietara el pin­chazo ocasional de una concha. Me bullía la sangre.
Y entonces vi la tienda. Needles ya estaba dentro y Kelly y Joan estaban al lado, cogidos de la mano y mi­rando el agua. Hice una cabriola, sentí que la arena se co­laba por el cuello de mi camisa y aterricé junto a las piernas de Kelly. Éste cayó encima de mí y me frotó la cara con arena mientras Joan reía.
Nos levantamos y nos sonreímos. Susie había dejado de correr y se acercaba pesadamente a nosotros. Corey casi la había alcanzado.
—Qué fogata —comentó Kelly.
—¿Crees que vino desde Nueva York, como dijo? —preguntó Joan.
—No lo sé.
Tampoco me parecía que importara. Cuando lo encon­tramos, semidesvanecido y delirando, estaba tras el volante de un gran «Lincoln». Su cabeza tumefacta tenía el tamaño de un balón de fútbol y su cuello parecía una salchicha. Es­taba en las últimas y de todos modos no iría demasiado le­jos. Así que lo llevamos al promontorio que se alza sobre la playa y lo quemamos. Dijo que se llamaba Alvin Sackheim. Llamaba constantemente a su abuela. Confundía a Susie con su abuela. Esto le pareció gracioso a Susie, quién sabe por qué. Las cosas más raras le parecen graciosas.
Fue a Corey a quien se le ocurrió la idea de quemarlo, pero todo empezó como un chiste. Él había leído en la Universidad muchos libros sobre brujería y magia negra, y no cesaba de hacemos muecas en la oscuridad, junto al «Lincoln» de Alvin Sackheim, diciendo que si ofrecíamos un holocausto a los dioses tenebrosos quizá los espíritus seguirían protegiéndonos de la A6.
Por supuesto, ninguno de nosotros creía en tal patra­ña, pero la conversación se tornó cada vez más seria. Era una nueva distracción, y finalmente nos pusimos de acuerdo y lo hicimos. Lo atamos al telescopio de obser­vación que estaba montado allí, ése con el que puedes ver todo el paisaje hasta el faro de Portland, si echas una mo­neda en un día despejado. Lo atamos con nuestros cinturones y después fuimos a buscar ramas secas y trozos de resaca, como niños que jugaran a una nueva versión del escondite. Mientras tanto, Alvin Sackheim estaba recos­tado allí y le murmuraba a su abuela. Los ojos de Susie se pusieron muy brillantes y respiraba agitadamente. La es­cena la excitaba mucho. Cuando nos metimos en el ca­ñón que está del otro lado del promontorio se apoyó con­tra mí y me besó. Llevaba demasiado carmín y fue como besar una chapa grasienta.
La aparté y fue entonces cuando empezó a hacer pu­cheros. Volvimos, todos, y apilamos las ramas secas has­ta la cintura de Alvin Sackheim. Needles encendió la pira con su «Zippo» y se inflamó rápidamente. Por fin, apenas un momento antes de que se le incendiara el pelo, el tipo empezó a chillar. En el aire flotaba un olor parecido al del cerdo dulce de las comidas chinas.
—¿Tienes un cigarrillo, Bernie? —preguntó Needles.
—Tienes unos cincuenta cartones a tus espaldas. Sonrió y le dio un manotazo a un mosquito que le es­taba picando en el brazo.
—No tengo ganas de moverme.
Le di un cigarrillo y me senté. Susie y yo habíamos conocido a Needles en Portland. Estaba sentado sobre el bordillo de la acera frente al «Slate Theater», tocando melodías de Leadbelly con una vieja y enorme guitarra «Gibson» que había robado en alguna parte. El sonido reverberaba de un extremo a otro de Congress Street como si estuviera tocando en una sala de conciertos.
Susie se detuvo delante de nosotros, todavía jadeante.
—Eres un desgraciado, Bernie.
—Por favor, Susie. Da vuelta al disco. Esa cara apesta.
—Cerdo. Estúpido hijo de puta. Insensible. ¡Crápula!
—Vete o te arrearé en un ojo, Susie —dije—. Te lo juro.
Se echó a llorar de nuevo. Ésa era su especialidad. Co­rey se acercó y trató de rodearla con el brazo. Susie le pegó un codazo en la ingle y él le escupió en la cara.
—¡Te mataré! —le acometió, chillando y llorando, ha­ciendo girar las manos como aspas. Corey retrocedió y estuvo a punto de caer, y después dio media vuelta y huyó. Susie lo siguió, profiriendo procacidades histéri­cas. Needles echó la cabeza hacia atrás y se rió. El ruido de la radio de Corey nos llegó débilmente por encima del de la marejada.
Kelly y Joan se habían alejado. Los vi caminar junto al borde del agua, ciñéndose recíprocamente la cintura con los brazos. Parecían salidos de uno de esos anuncios que hay en los escaparates de las agencias de viajes: Vo­lad a la paradisíaca St. Lorca. Estupendo. Disfrutaban mucho.
—¿Bernie?
—¿Qué quieres?
Me senté y fumé y pensé en Needles: levantando la tapa de su «Zippo», accionando la ruedecilla, prendiendo fuego con pedernal y acero como un troglodita.
—La he pescado —dijo Needles.
—¿De veras? —Lo miré—. ¿Estás seguro?
—Claro que sí. Me duele la cabeza. Me duele el estó­mago. Siento un ardor al orinar.
—Quizás es sólo la gripe de Hong Kong. Susie tuvo la gripe de Hong Kong. Ya pedía una Biblia. —Me reí. Eso había sucedido cuando aún estábamos en la Universidad, más o menos una semana antes de que la clausuraran de­finitivamente, un mes antes de que empezaran a cargar los cadáveres en camionetas de volquete y a enterrarlos en fosas comunes con palas mecánicas.
—Mira. —Encendió una cerilla y la colocó bajo el án­gulo de su quijada. Vi las primeras manchas triangulares, la primera hinchazón. Sí, era la A6.
—De acuerdo —asentí.
—No me siento muy mal —comentó—. Psicológica­mente, quiero decir. Tu caso es distinto. Tú piensas mu­cho en eso. Me doy cuenta.
—No, no pienso en ello —mentí.
—Claro que piensas. Y en el tipo de esta noche. Tam­bién piensas en eso. Es probable que le hayamos hecho un favor, en última instancia. Creo que no se dio cuenta de lo que sucedía.
—Sí, se dio cuenta.
Needles se encogió de hombros y se volvió.
—No importa.
Fumamos y yo miraba cómo las olas iban y venían. Needles estaba en las últimas. Eso hacía que todo volvie­ra a asumir contomos muy reales. Ya estábamos a fines de agosto y dentro de un par de semanas se insinuarían los primeros fríos de otoño. Sería hora de buscar abrigo en alguna parte. Invierno. Probablemente cuando llegara la Navidad estaríamos todos muertos. En una sala ajena, con el costoso radio-magnetófono de Corey colocado so­bre una biblioteca de libros condensados del Reader's Di-gest mientras el débil sol de invierno proyectaba sobre la alfombra las absurdas formas de los marcos de las venta­nas.
La imagen fue lo suficientemente nítida como para hacerme temblar. En agosto nadie debería pensar en el invierno. Es como sentir pisadas sobre la propia tumba.
Needles se rió.
—¿Has visto? Tú sí que piensas en eso. ¿Qué podía contestar? Me levanté.
—Iré a buscar a Susie.
—Quizá somos los últimos habitantes de la Tierra, Bernie. ¿Has pensando en ello alguna vez?
Bajo la tenue luz de la luna ya parecía medio muerto, con sus ojeras y sus dedos pálidos, inmóviles, semejantes a lápices.
Me acerqué al agua y paseé los ojos sobre ella. No ha­bía nada para ver, excepto los lomos inquietos y movedi­zos de las olas, rematados por delicados copetes de espu­ma. Allí el fragor de las rompientes era tremendo, más descomunal que el mundo. Como si estuvieras en medio de una tormenta eléctrica. Cerré los ojos y me mecí sobre los pies descalzos. La arena estaba fría y apelmazada. ¿Qué importaba si éramos los últimos habitantes del mundo? Eso continuaría mientras hubiera una Luna que ejerciera su atracción sobre el agua.
Susie y Corey estaban en la playa. Susie lo cabalgaba como si él fuera un semental brioso, y le metía la cabeza bajo el agua bullente. Corey manoteaba y chapoteaba. Ambos estaban empapados. Me acerqué a ellos y derribé a Susie con el pie. Corey se alejó a gatas, escupiendo y re­sollando.
—¡Te odio! —me gritó Susie. Su boca era una oscura media luna sonriente. Parecía la entrada del barracón de la risa de un parque de diversiones. Cuando yo era niño mi madre nos llevaba a mí y a mis hermanos al Hamson State Park y allí había un barrancón de la risa con una enorme cara de payaso en el frente, y la gente entraba por la boca.
—Vamos, Susie. Arriba, perrilla. —Le tendí la mano. Ella la cogió dubitativa y se levantó. Tenía arena húmeda pegada a la blusa y la piel.
—No deberías haberme empujado, Bemie. No te per­mitiré...
—Vamos —repetí. No parecía un tocadiscos mecáni­co: no hacía falta echarle monedas y no se desconectaba nunca.
Caminamos por la playa hasta la concesión principal. El hombre que administraba el establecimiento tenía un pisito en la planta alta. Había una cama. Susie no se me­recía realmente una cama, pero Needles tenía razón. No importaba. Ya nadie controlaba el juego.
La escalera estaba adosada a la pared lateral del edifi­cio, pero me detuve un minuto para mirar por la ventana rota las mercancías polvorientas que había dentro y que ya nadie se molestaba en robar: pilas de camisetas de­portivas (con la leyenda «Anson Beach» y una imagen de cielo y olas estampada en el pecho), pulseras resplande­cientes que dejaban verde la muñeca al segundo día, bri­llantes pendientes de pacotilla, balones de playa, tarjetas de visita mugrientas, vírgenes de cerámica mal pintadas, vómito plástico (¡Muy realista! ¡Pruébelo con su esposa!), ruegos artificiales para un Cuatro de Julio que nunca se celebró, toallas de playa con una chica voluptuosa en bi­kini rodeada por los nombres de un centenar de famosos centros turísticos, gallardetes (Recuerdo de la playa y el parque Anson), globos, bañadores. En el frente había un snack bar especial con un gran cartel que decía: PRUE­BE NUESTRO PASTEL ESPECIAL DE MARISCOS.
Yo frecuentaba mucho Anson Beach cuando aún era alumno de la escuela secundaria. Eso fue siete años antes de la A6 y cuando andaba con una chica llamada Maureen. Una chica fornida. Usaba un bañador rosado a cua­dros. Acostumbraba a decirle que parecía un mantel. Ca­minábamos por la acera de tablas que pasaba frente a ese establecimiento, descalzos, con la madera caliente y are­nosa bajo los talones. Nunca probamos el pastel especial de mariscos.
—¿Qué miras?
—Nada.


Tuve sueños feos y llenos de sudor en los que aparecía Alvin Sackheim. Estaba recostado tras el volante de su reluciente «Lincoln» amarillo, hablando de su abuela. No era nada más que una cabeza tumefacta, ennegrecida, y un esqueleto carbonizado. Olía a quemado. Hablaba sin cesar y después de un rato ya no pudo pronunciar ni una palabra. Me desperté jadeando.
Susie estaba despatarrada sobre mis muslos, pálida y abotargada. Mi reloj marcaba las 3.50, pero se había pa­rado. Afuera aún estaba oscuro. La marejada golpeaba y estallaba. Pleamar. Aproximadamente las 4.15. Pronto amanecería. Me levanté de la cama y fui hasta la puerta. La brisa marina me produjo una sensación agradable al acariciar mi cuerpo caliente. A pesar de todo no quería dormir.
Me encaminé hacia un rincón y cogí una cerveza. Ha­bía tres o cuatro cajones de «Bud» apilados contra la pa­red. Estaba tibia porque no había electricidad. Pero no me disgustaba la cerveza tibia, como a otras personas. Sólo produce un poco más de espuma. La cerveza es cer­veza. Salí al rellano y me senté y tiré de la anilla de la lata y bebí.
Ésa era, pues, la situación: toda la raza humana ani­quilada, pero no por las armas atómicas ni por la guerra biológica ni por la contaminación ni por nada portento­so. Soto por la gripe. Me habría gustado colocar una in­mensa placa en alguna parte. Quizás en las salinas de Bonneville. La Plaza de Bronce. De cuatro kilómetros y medio de longitud por cada lado. Y diría en grandes le­tras en altorrelieve, para información de cualquier extra-terrestre recién llegado: SÓLO LA GRIPE.
Arrojé la lata de cerveza por encima de la baranda. Se estrelló con un ruido metálico hueco contra la acera de cemento que rodeaba el edificio. La tienda era un trián­gulo oscuro sobre la arena. Me pregunté si Needles esta­ba despierto. Y yo lo estaría.
—¿Bernie?
Susie estaba en el umbral, y se había puesto una de mis camisas. Esto es algo que aborrezco. Suda como un cerdo.
—Ya no te gusto mucho, ¿verdad, Bemie? No contesté. Había momentos en que todavía podía
apiadarme de todo. Ella no me merecía a mí así como yo
no la merecía a ella.
—¿Puedo sentarme contigo?
—Dudo que haya espacio suficiente para los dos. Dejó escapar un hipo ahogado y se encaminó nueva­mente hacia dentro.
—Needles tiene la A6 —anuncié.
Se detuvo y me miró. Sus facciones no reflejaban la menor expresión.
—No bromees, Bemie. Encendí un cigarrillo.
—¡No es posible! Tuvo la...
—Sí, tuvo la A2. La gripe de Hong Kong. Como tú y yo y Corey y Kelly y Joan.
—Pero eso significaría que no es...
—Inmune.
—Sí. Entonces nosotros podríamos enfermar.
—Quizá mintió cuando juró que había tenido la A2.
Para que lo dejáramos venir con nosotros —dije. Su rostro se distendió.
—Claro, eso es. Yo también habría mentido, en esa si­tuación. A nadie le gusta estar solo, ¿verdad? —Vaciló—. ¿Quieres volver a la cama?
—Aún no.
Susie entró. No hacía falta que le dijera que la A2 no era una garantía contra la A6. Ella lo sabía. Se había li­mitado a bloquear la idea. Me quedé sentado, mirando la marejada. Era verdaderamente la pleamar. Hacía algu­nos años, Anson había sido el único lugar decente de todo el Estado para practicar surf. El promontorio era una jiba oscura y sobresaliente que se recortaba contra el cielo. Me pareció ver el saliente que hacía las veces de atalaya, pero probablemente eso sólo fue obra de mi ima­ginación. A veces Kelly llevaba a Joan al promontorio. No creía que esa noche estuvieran allí arriba.
Metí la cara entre las manos y palpé la piel, su textu­ra. Todo se comprimía con tanta rapidez y era tan mez­quino... sin ninguna dignidad.
La marejada subía, subía. Sin límites. Limpia y pro­funda. Maureen y yo habíamos ido allí en verano, des­pués de salir de la escuela secundaria, en el verano que precedió a la Universidad y a la realidad y a la A6 que ha­bía llegado del sudeste de Asia y que había cubierto el mundo como un palio, y entonces comimos pizza, escu­chamos la radio, yo le unté la espalda con aceite, ella untó la mía, el aire estaba caliente, la arena brillante, el sol como un espejo cóncavo capaz de incendiar el mundo.

domingo, mayo 24, 2009

Drag me to hell




Quien haya visto la trilogía de horror Evil Dead, de Sam Raimi, estará ansioso por la arribada de Drag me to hell a las salas de cine locales. Y cómo no, si es la vuelta del cineasta de Spider man al género donde hizo historia, donde creó escuela: el terror. En Estados Unidos se estrena el 29 de mayo, así que acá tendremos que esperar por lo bajo un mes y algo para verla en la pantalla grande (como Dios manda). Los afortunados que han podido verla por adelantado hablan de una joyita, ojalá sea así. Al menos el trailer y el poster están de lujo. De paso, les aviso que Sam Raimi ya está preparando la cuarta entrega de Spider man y de Evil Dead.

martes, mayo 19, 2009

¿Qué yace bajo la sombra de la estatua?


"El que nos salvará a todos" (Ille qui nos omnes servavit).


Es decir, Johnny "Mesías" Locke.
Le pongo la firma.

sábado, mayo 02, 2009

Bugcrush



Bugcrush es un cortometraje de Carter Smith con el que me topé en el canal i-sat y que me pareció genial. Quedé algo shockeado después de verlo, en serio; es angustioso, lúgubre, perturbador. En google, por supuesto, supe que ganó varios premios internacionales, entre ellos el de sundance al mejor cortometraje, y que gracias a la reputación que Carter Smith conquistó por Bugcrush dirigió una película de terror llamada Las ruinas.

El cortometraje completo pueden verlo aquí: Bugcrush. Dejo claro que dura 36 minutos y que no tiene subtítulos, pero realmente vale la pena chequearlo.

lunes, abril 20, 2009

Hipérbole


Seré honesta, no tiene sentido no serlo. Aquí va: soy terrible y espantosamente fea. Un esperpento, por decirlo así. A mi lado el hombre elefante es Brad Pitt. Lamentablemente, vivo en un mundo donde soy lo opuesto a lo que las convenciones sociales consideran bello y lo tengo más que claro. ¡Soy horrible! La cultura me ha determinado como un ser humano de segunda clase y he aprendido a aceptarlo, pero ojo: no a compartirlo. Lo peor de todo es que soy más cachonda que prostituta en cautiverio y nadie me pesca. Lástima, para el mundo, que hay un problema con marcar a la gente: te da la autoridad moral para devolver la mano. No se trata de venganza, se trata de compensación. Soy mujer, ¡por Dios Santo! ¡Tengo necesidades! ¿Alguien me va a culpar por lo que hice? ¿Alguien se atrevería a hacerlo? Imagínense: llego a estar verde de caliente y me dicen que va a haber una fiesta donde regalan alcohol. ¿Qué es lo primero que pensaré? ¡Obvio! Hombres borrachos dispuestos a comerse lo que sea. Incluso a mí, la muñeca del diablo. Llegué a la famosa fiesta, algo ebria, a eso de las dos de la madrugada. ¿Acaso me juzgan por estar ebria? ¡Lo hago por salud mental! ¡Entiéndanlo, insensatos de mierda! ¡Soy un monstruo! Lo vi vagando sin rumbo, ido. Era mi tipo, porque todos son mi tipo. Compartimos un cigarro y lo embestí con un beso. Se resistió un poquito, sólo un poquito. Era perfecto. Estaba tan borrado que no se daba cuenta con quién estaba ni dónde estaba; simplemente me siguió el amén. ¿Se le pararía? Creí que sí. Recé por que sí. Le tomé la mano y lo guié a mi automóvil. Le di unas cervezas para mantenerlo así, tal cual. Me detuve en un motel, pagué, lo llevé a la pieza. Me desvestí, desesperada. Lo desnudé y lo manoseé como loca. Él creía estar en un sueño vago, supongo. Apenas me tocaba y yo casi convulsionaba. Endemoniada, me abalancé a su verga y la succioné bordeando el llanto. Fui feliz, tristemente feliz. Me regodeé de su textura y de su aroma costero como un animal hambriento. Pero su sexo no despertaba y ni siquiera era capaz de moverse: se había quedado dormido. Ejecuté el plan B, el riesgoso plan B. Saqué de mi cartera una tira de pastillas azules, las molí, las deposité en un vaso de cerveza. Lo despojé de su sueño y lo forcé a ingerir el brebaje, todito. No fue difícil: su fuerza de voluntad había aterrizado a cero, como un juguetito. El bate que creció en su ingle lo despabiló un tanto y trató de huir: bajó de la cama, cayó al suelo, se arrastró hacia la puerta del cuarto. Estaba atolondrado y lento. Por un instante sentí compasión, pero no duró mucho. Toda guerra trae víctimas, así que continué. Repito: no se trata de venganza, se trata de compensación. Inmisericorde, amarré sus brazos y sus piernas a cada uno de los extremos de la cama y cubrí su boca con cinta adhesiva. ¿Me culpan? ¿En realidad me culpan? Soy un resultado, una estadística, karma puro. La historia del hombre me adeuda una indemnización por daño moral y simplemente la estaba cobrando. Cabalgué sus genitales, cerré los ojos, soñé que alguien me tenía ganas. El autoengaño era la única posibilidad de depositar el amor que me sobraba a raudales, la única posibilidad de sentirme persona y no parásito, aunque sea por un rato. Alcancé un orgasmo y volví a mi patetismo, de golpe. Miré su rostro de pelmazo ebrio y lo supe: estaba muerto. Infarto por sobredosis, dijo el forense en la audiencia en que se me acusó de violación y cuasidelito de homicidio. ¿Por qué no nací en una tribu indígena? ¿Por qué no nací en alguna época con otros cánones de belleza? ¿Por qué no nací en otro planeta? ¿Por qué nací? Estoy en la cárcel, esta suerte de domo social, y pienso que me encuentro en el lugar donde se suponía que estuviera, por lo menos en este mundo o en esta vida. Cada día me miro al espejo e intento no desfallecer: soy obesa, mido un metro y medio, tengo los ojos los saltones, nariz de cerdo, un lunar de diez centímetros de diámetro en la mejilla izquierda, más dientes de los que debería, acné permanente, mi mandíbula inferior sobresale del plano normal, me crece barba y estoy quedando calva. ¿Alguien, realmente, se atrevería a culparme por lo que hice?

miércoles, abril 15, 2009

7 minicríticas

Crepúsculo: Básicamente, esta película es una ofensa al género de vampiros. Obvia, melosa, estúpida. La trama es tan predecible y los diálogos son tan clichés que dan ganas de vomitar. La historia se aprovecha con descaro del encanto y la seducción de los chupasangres para crear un producto que no tiene ni una pizca de originalidad. Muchos dicen que está destinada a un público adolescente, pero los jóvenes no sólo consumen basura, ¡por Dios! Sencillamente, un bodrio de cuarta categoría. Cero aporte.

I’m a cyborg but that’s ok: Park Chan-wook es uno de los mejores directores presentes en la cinematografía actual. Todas sus películas son brillantes. Todas. Este filme lógicamente no es la excepción y es de las cosas más bellas que he visto en los últimos años. Con una estética luminosa y colorida y una banda sonora que te hace volar, el cineasta de Old boy nos dibuja, dentro de un manicomio, una apología al amor puro. Con el coraje, la singularidad y el aire de tragedia propios de su cine, Chan-wook nos toma de la mano y nos transporta a un universo mágico, colmado de verdes, rojos, amarillos y celestes, y lleno de imágenes de gran simbolismo. Hermosa por donde se la mire.

La casa de los 1000 muertos: La primera película de Rob Zombie resulta ser un híbrido de sus predilecciones: cine bizarro, gore y horror clásico. Quien guste de estos géneros se encontrará con una delicia, sin duda. La cinta es un festín de brutalidad y sangre, adornado con una artesanía macabra digna de aplausos. Zombie construye su propia tiendita del horror, a modo de película, y le queda perfecta. La matanza, por supuesto, está a cargo de una tétrica familia de memorables personajes que desparraman carisma por montones, a pesar de ser asesinos satánicos que se pasan los derechos humanos por el recto. Ofensiva, sádica y pervertidamente genial. (Vea aquí el comentario de “The devil’ reject”s, la pseudo secuela tipo western que tuvo este filme.)

Recorte sangriento (Severance): Este divertimento menor, de origen británico, recurre a una idea clásica del cine de terror: un grupo de gente que se queda en una solitaria cabaña en el bosque y que se ve expuesta a espantosos sucesos. En este caso, alguien quiere torturarlos y matarlos uno a uno (¡vanguardia pura!). La diferencia está en que Recorte sangriento no es una película derechamente de terror, sino que más bien es una comedia negra, al estilo inglés, con tintes de horror. Si bien tiene momentos destacables y un par de muertes simpáticas, no sobresale especialmente y se queda como una anécdota más.

El gran Torino: Con una técnica cinematográfica propia de la vieja escuela, simple y austera, Clint Eastwood, quien actúa y dirige, nos golpea con una historia tan cercana que pone los pelos de punta. Tocando temas tan fundamentales como las pandillas, el racismo y la disfuncionalidad familiar, la cinta sobrecoge sin caer en el facilismo sensiblero, sino que con un realismo brutal y poderoso narrado con la cuota justa de emotividad. Todo, por lo demás, está envuelto en una pulcritud visual y narrativa que no hace más que fortalecer esta historia de redención e inmolación. Un filme importante, de peso. Además, Clint Eastwood se despide de la actuación a lo grande.

Escondidos (In Bruges): Gran pero gran película. Cuesta encasillarla; podría decirse que es una suerte de comedia negra, pero no calza del todo: es más que eso, es más que un compilado de situaciones tragicómicas. Da un paso más allá. En primer lugar, su ingenio e hilaridad es sobresaliente, notable; las carcajadas se sostienen en circunstancias lúcidamente urdidas. En segundo lugar, la medieval ciudad en que está ambientada (Brugges, Bélgica) se ve hermosísima. Y en tercer lugar, los múltiples niveles de su contenido, tanto en lo relativo a la trama (inteligente, profunda, astuta) como a los personajes (multidimensionales, atrayentes, peculiares), la transforman en una cinta de una categoría superior al promedio. Un auténtico deleite.

Los crímenes de Oxford: Lector, ¿se ha dado cuenta que en las cintas policiales casi siempre se hace referencia a las novelas policiales? ¿Será por qué siempre habrá mejores ejemplos en el género literario a los cuales homenajear? Bueno, da lo mismo, porque me gusta el género de misterio y este filme (justamente basado en una novela) es bastante decente. Elegante, pausado, frío. Visualmente, destaca el correcto uso de la estética gótica de la ciudad, que complementa la atmósfera de misterio, y el genial plano-secuencia previo al encuentro con la primera víctima. Asimismo, resaltan las referencias filosóficas y la atingente música. La narración, por su parte, es utilitaria y rítmica, aunque se sosiega en la segunda mitad. Es una buena película, claro, pero Alex de la Iglesia (su director) tiene mejores cosas.

martes, abril 14, 2009

miércoles, marzo 25, 2009

Del otro lado de la ventana*


Es sábado por la noche y Gregorio Fernández mira desde la ventana del living-comedor de su departamento en el piso treinta y seis al edificio de enfrente. La panorámica: cientos de pequeñas vidas exhibidas a retazos. Desde que se mudó de casa, cerca de cuatro meses atrás, cada noche da una ojeada a lo que la gente deja ver a través de sus ventanas. El par de edificios, intercalados por una frenética y apática avenida, comprende una cuadra completa y cada uno tiene cincuenta pisos; parecen murallas morbosas que se miran cara a cara y se enseñan sus partes privadas, o espejos voyeristas que transmiten episodios mundanos, tragedias domésticas, amores furtivos y alegrías fugaces. Es sábado por la noche y casi es año nuevo. Con una copa de cola de mono en una mano y una rebanada de pan de pascua en la otra, Gregorio observa cenas familiares, veladas románticas, borracheras de adolescentes, fiestas entre amigos y cosas por el estilo; burbujas íntimas de condominios impersonales dentro una ciudad colapsada y fría. Gregorio Fernández, de pronto, se siente solo.

Alguien llama a su teléfono móvil y atiende al primer ring. Número equivocado. En seguida ingresa a Messenger y a facebook. Nadie está conectado. Vuelve a la ventana cuando escucha que en algún departamento empiezan a gritar un conteo regresivo desde el número diez. El mundo es una marioneta manipulada por el frenesí envolvente y el fragor jubiloso, piensa Gregorio en un arranque poético. 3, 2, 1: ¡feliz año nuevo! La misma exclamación viene de distintas direcciones. Gregorio enciende un cigarrillo, se sirve más cola de mono y pone música en su notebook. Suena The widow de The mars Volta. Por las ventanas observa que casi todos ejecutan el mismo ceremonial: abrazos, palmoteos y que pase el siguiente. Gregorio quiere hablar con alguien, con cualquiera. Toma su celular, bebe un largo trago, repleta por duodécima vez su copa y disca el número de un servicio de sexo telefónico.




* Este cuento obtuvo una mención especial en el "Concurso de creación literaria joven Roberto Bolaño" del año 2009.

lunes, marzo 23, 2009

El proceso creativo


“Cojo frases y les doy vueltas. Eso es mi vida. Escribo una frase y le doy una vuelta. Luego la miro y le doy otra vuelta. Luego como algo. Luego vuelvo y escribo otra frase. Luego tomo el té y le doy una vuelta a la nueva frase. Luego vuelvo a leer ambas frases y sigo dándoles vueltas. Luego me echo en el sofá y pienso un poco. Luego me levanto, lo tiro todo a la papelera y empiezo desde el principio.”

domingo, marzo 15, 2009

jueves, marzo 05, 2009

El curioso caso de Benjamin Button



Cada película de David Fincher es una pieza de relojería. Un glorioso perfeccionismo envuelve a la multiplicidad de ornamentos técnicos y dramáticos que convergen en sus filmes. Tal vez se podría hablar de una visión panorámica o un carácter trascendental. Zodiac, por ejemplo, fue un majestuoso ejercicio de meticulosidad narrativa, matemático y sin aspavientos, donde toneladas de ideas, informaciones y posibles tonalidades aterrizaron en un relato frío y pulcro de una precisión admirable. Un proyecto como El curioso caso de Benjamin Button requería en su estructura de aquella minuciosidad inteligente, calculadora e intuitiva, pero también precisaba de una óptica tradicionalista, austera y emotiva; elementos ajenos a la gama de registros ostentados por Fincher.

El guión de Eric Roth adereza con belleza, magnificencia y algo de humor una premisa ingeniosa, original y digna de múltiples lecturas, cuyo mérito exclusivo recae en el autor del cuento en que se basa: Francis Scott Fitzgerald. Un hombre nace anciano y rejuvenece a lo largo de su vida. Qué curioso. Pero también simbólico, misterioso, hermoso. La adaptación del relato enfatiza la vida y muerte de Benjamin Button, su trayecto existencial. Naturalmente el romanticismo, el sufrimiento y la melancolía ocupan un lugar de privilegio en una narración de estas características. La metáfora encarnada en Button es bella y poética; está presente la idea del perdón, del olvido, del tiempo y sus paradojas. La historia carece, no obstante, del atrevimiento propio de David Fincher. Es una oda a la vida, optimista y nostálgica, donde reina el sentimentalismo y lo políticamente correcto, lo cual no es necesariamente malo.

El curioso caso de Benjamin Button es un filme que en clave épica apela a una emotividad popular, en contraposición a una alegoría sofisticada o a una poesía inalcanzable. Calza como anillo al dedo, por tanto, en los institucionalizados estándares de la industria cinematográfica y la crítica tradicional. Esto último puede generar recelo en el espectador más experimentado, pero algo es innegable: la prolija ejecución. Con un tono contenido, la cinta nos entrega imágenes depuradas, personajes bien delineados, situaciones vibrantes, diálogos sugestivos. Desde una perspectiva clásica, el filme es bello. Consigue cierta honestidad estremecedora que nace en la simpleza de la trama de acciones y en la ausencia de ostentaciones.

Es inevitable, a la hora examinar El curioso caso…, caer en dos clásicos contemporáneos de Fincher: Seven y Fight club. Ambas son cintas que marcaron a generaciones de adolescentes y veinteañeros y que fijaron pautas en la cinematografía moderna. Fueron hitos del cine mainstream que hasta el día de hoy son adorados y descubiertos a modo de epifanías en todo el mundo. El curioso caso… no funciona como consolidación (si es que alguien la cree necesaria), sino que como otra ramificación del carácter de Fincher, quien extiende su registro desde la sordidez a la delicadeza. Se traza también aquí su faceta de cineasta-arquitecto, capaz de armar una colosal construcción técnica y dramática a partir de premisas sencillas que velan grandeza, cual Spielberg, Cameron o Scott.

Con todo, David Fincher no pasa de la oscuridad a la luz de frentón, sino que, invisiblemente, el filme se nutre de sus experiencias previas. En The game y Panic room exploró el suspenso, en Seven y Fight club recurrió a lo estricta y brutalmente visual, y en Zodiac consiguió la eficacia de un relato policial y periodístico con herramientas totalmente opuestas: el deliberado desapego emocional en la narración y el prolijo cuidado explicativo. En El curioso caso…, entonces, opta por el tono, el ritmo y la dirección de arte apropiada de acuerdo a todo su bagaje. El resultado es una obra contenida, sobria dentro de las proporciones y de coloraciones suavizadas. No se trata de un filme derechamente meloso y colorinche, sino que más bien de la opción de un enfoque clásico, tradicional o como quiera llamársele ejecutada con clase.

Los ecos de Forrest Gump y Big Fish se hacen sentir. La mujer moribunda que rememora la historia, la casa llena de personas que comparten su mundo particular, la madre como figura protectora fundamental, el cúmulo de personajes pintorescos que guían su camino, la intención de grandeza, etcétera. En menor medida, resuena El joven manos de tijeras: Benjamin Button como bicho raro, alienado, buscando un lugar. Sin embargo, su autonomía se expresa en diferencias ostensibles. Por una parte, la elegancia visual de la cinta es extraordinaria; Fincher condimenta cada fotograma con una belleza ponderada que nunca se exacerba. Y por otra parte, una suerte de realismo mágico sin alardes otorga a los hechos un matiz poético y mítico que impresiona y atrae.

El trabajo de Brad Pitt y Cate Blanchet es sobresaliente. Otorgan aún más peso al filme. Por lo demás, Pitt calza a la perfección con la idea de transformación milagrosa (de oruga a mariposa) que propone la película. El paso del tiempo se comporta como un actor más; se acompasa con una banda sonora simple, precisa e imponente que se ajusta a las peculiaridades de los contextos históricos en que transcurre la trama y a los momentos claves del relato. Junto a ello, una coloración siempre sutil, que discurre entre lo gris y lo luminoso, ayuda a retratar las épocas que operan como escenarios del filme.

Los méritos de la cinta, sin duda, no están dados por la audacia ni la originalidad narrativa. La película toma un camino austero que no se condice con una estructura rupturista o nueva, sino que opta por una pulcra linealidad. En consecuencia, es válido cuestionar dicha elección: conjeturar potencialidades, debatir el sentido de la realización (arguyendo el despropósito de desmenuzar una pieza irrealizable) e incluso discutir la idoneidad del tono, del enfoque y del cineasta (se ha hablado de Aronofsky, Jonze, Gondry, Burton); sin embargo, sea cual sea el análisis que se haga, El curioso caso de Benjamin Button se sostiene por sí mismo como un ejercicio estético y dramático dotado de exquisitez, fuerza escénica y una emotividad refinada que rechaza la sensiblería.

A modo de cierre, digamos que la encantadora purulencia del cine de David Fincher se trueca aquí por una seductora delicadeza. Un carácter multifacético y turbulento se moldea en su filmografía. Se lo ve capaz de instalarse en variados registros y entregar algo atrayente. Por el momento habrá que esperar para ver qué sorpresas nos trae y para saber si aquella escena en que Benjamin Button camina por primera vez deja huella. Tengo que decirlo: Fincher me sigue convenciendo.

martes, marzo 03, 2009

Tony Jaa

Adiós Jackie Chan y Jet Li. Bienvenido Tony Jaa.

lunes, febrero 23, 2009

Oscars 2009


De 10 nominaciones, Slumdog millionare se llevó 8. ¡8! La banda sonora es espectacular, los actores son carismáticos, la ingeniería del montaje es vertiginosa, la fotografía está impecable y La India se ve estupenda. Sin embargo, la historia es muy básica. Si nadie supiera de la película y la descubriera por ahí la recomendaría, claro, pero ahora está muy sobrevalorada. Su argumento es muy simplón; habla de vidas miserables que enternecen por su sufrimiento y, de paso, nos chanta la historia de un amor imposible. Además, el protagonista participa en ¿Quién quiere ser millonario? y, por obra del destino, sabe las respuestas por las peripecias que ha experimentado en su vida, las cuales son intercaladas a medida que avanza en el concurso. Una estructura bastante rústica que queda en segundo lugar por la mecánica ágil de la edición. Danny Boyle es un gran director; me agradan todas sus películas (28 days later, transpotting, the beach, Sunshine), excepto por Vida sin reglas que fue un verdadero bodrio. Slumdog millionare sigue en su senda de buenas películas, pero me molesta que sea situada al nivel de pieza extraordinaria cuando no lo es. The curious case of Benjamin Button, Milk y Frost/Nixon le hacían el peso. Me irrita que haya arrasado. Me conformaba con que las predicciones no se cumplieran en el premio al Mejor director; David Fincher hizo un trabajo de una elegancia y meticulosidad impresionante y lo merecía. Pero así son los Oscars, guiados por criterios consensuales y utilitarios. Ahora se llenará de filmes de La India y no sé si eso sea bueno o malo. El resto de la noche destacó por la genial conducción de Hugh Jackman (cantó, bailó, payaseó), el premio póstumo a Heath Ledger y el desaire de la Academia a la brillante actuación de Mickey Rourke, optando por Sean Penn en un rol social ya visto muchas veces.

Aquí va la lista de ganadores:

MEJOR PELÍCULA - Slumdog Millionare
MEJOR DIRECTOR - Danny Boyle, Slumdog Millionaire
MEJOR ACTOR PROTAGONISTA - Sean Penn, Milk
MEJOR ACTRIZ PROTAGONISTA - Kate Winslet, The reader
MEJOR ACTOR SECUNDARIO - Heath Ledger, El Caballero Oscuro
MEJOR ACTRIZ SECUNDARIA - Penélope Cruz, Vicky Cristina Barcelona
MEJOR PELÍCULA EXTRANJERA - Departures (Japón)
MEJOR PELÍCULA ANIMADA - Wall-E
MEJOR GUIÓN ORIGINAL - Dustin Lance Black, Milk
MEJOR GUIÓN ADAPTADO - Simon Beaufoy, Slumdog Millionaire
MEJOR FOTOGRAFÍA - Slumdog Millionaire
MEJOR MONTAJE - Slumdog Millionaire
MEJOR DIRECCIÓN ARTÍSTICA - El Curioso Caso de Benjamin Button
MEJOR BANDA SONORA - Slumdog Millionaire
MEJOR CANCIÓN - 'Jai ho' (Slumdog Millionaire)
MEJOR VESTUARIO - La Duquesa
MEJOR MAQUILLAJE - El Curioso Caso de Benjamin Button
MEJORES EFECTOS VISUALES - El Curioso Caso de Benjamin Button
MEJOR SONIDO - Slumdog Millionaire
MEJOR MONTAJE DE SONIDO - El Caballero Oscuro
MEJOR PELÍCULA DOCUMENTAL - Man on Wire
MEJOR CORTOMETRAJE DOCUMENTAL - Smile Pinki
MEJOR CORTOMETRAJE DE FICCIÓN - Spielzeugland (Toyland)
MEJOR CORTOMETRAJE DE ANIMACIÓN - La Maison en Petits Cubes

domingo, febrero 22, 2009

El mejor cuento de Stephen King


Recuerdo que años atrás busqué en varias páginas web, infructuosamente, el cuento que según varias columnas literarias era el mejor relato del denominado maestro del terror: Stephen King. En aquel entonces padecía de una preadolescencia lúgubre, desinformada y algo patética (como todo púber, digámoslo). El perfil de escritores como Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft y Stephen King calza como anillo al dedo en esa espeluznante (per se) fase vital. Además, actúan como padres artísticos de posteriores autores que vamos conociendo gracias a ellos. Bueno, el punto es que “El último peldaño de la escalera” (el supuesto mejor cuento de King) no apareció en ningún sitio web y finalmente opté por comprar el libro (“El umbral de la noche”). Vienen varios cuentos muy buenos, otros derechamente malos, pero sin duda ese era el mejor. Eso sí, no era de horror. ¿Por qué escribo esto?: hoy lo releí, volví a apreciar su gran belleza y me pregunté si ahora (años después) estaría en internet. La respuesta está justo debajo de esta breve introducción.


EL ÚLTIMO PELDAÑO DE LA ESCALERA

Ayer recibí la carta de Katrina, cuando aún no hacía una semana que mi padre y yo habíamos regresado de Los Angeles. Estaba dirigida a Wilmington, Delaware, y me había mudado dos veces después de vivir allí. Ahora la gente se muda mucho, y observé con curiosidad cómo las direcciones tachadas y los rótulos de cambio de do­micilio podían asumir un aire acusador. Su carta estaba arrugada y manchada, con una esquina gastada por el manoseo. Leí su contenido y un momento después me encontré en la sala, con el teléfono en la mano, a punto de llamar a papá. Dejé el auricular con un sentimiento parecido al horror. Era anciano y había tenido dos infar­tos. ¿Estaba justificado que le telefoneara y le hablara de la carta de Katrina cuando acabábamos de volver de Los Ángeles? Eso podría haberlo matado.
De modo que no lo llamé. Y no tenía a quién contár­selo... Una carta como ésa era demasiado personal, tanto que sólo podría haber hablado de ella con mi esposa o con un amigo muy íntimo. En los últimos años no he en­tablado grandes amistades, y mi esposa Helen y yo nos divorciamos en 1971. Ahora sólo nos intercambiamos tarjetas de Navidad. ¿Cómo estás? ¿Cómo marcha el tra­bajo? Te deseo un feliz Año Nuevo.
Había pasado toda la noche en vela, con la carta de Katrina. Podría haber escrito lo mismo en una postal. Debajo del «Querido Larry» había una sola frase. Pero una frase puede decirlo todo. Puede hacerlo todo.
Recordé la imagen de mi padre en el avión, el aspecto avejentado y demacrado de su rostro bajo la implacable luz del sol, a 6.000 metros de altura, mientras volábamos hacia el Oeste desde Nueva York. Según el piloto acabá­bamos de sobrevolar Omaha, y papá dijo: «Está mucho más lejos de lo que parece, Larry.» Su voz destilaba una pena que me hizo sentir incómodo, porque no la entendía. La entendí mejor después de recibir la carta de Katrina.
Nos criamos en un pueblo llamado Hemingford Home, ciento veinte kilómetros al oeste de Omaha. Allí vivíamos mi padre, mi madre, mi hermana Katrina y yo. Yo era dos años mayor que Katrina, a quien todos llama­ban Kitty. Ésta era una niña hermosa y luego se convirtió en una hermosa mujer..., e incluso cuando tenía ocho años, en la época en que ocurrió el episodio del granero, ya era evidente que su cabello rubio como las barbas del maíz no se oscurecería nunca, y que sus ojos siempre conservarían su color azul escandinavo. Bastaba que un hombre mirara esos ojos para que quedara cautivado.
Se podría decir que la nuestra fue una infancia cam­pesina. Mi padre tenía ciento veinte hectáreas de pradera llana, fértil, donde cultivaba maíz y criaba ganado. Todos la llamaban sencillamente «la hacienda». En aquellos tiempos todos los caminos eran de tierra, exceptuando la carretera comarcal 80 y la carretera 96 de Nebraska, y un paseo a la ciudad era algo que esperabas durante tres días.
Actualmente soy, según dicen, uno de los mejores abogados independientes de los Estados Unidos, especia­lizado en corporaciones, y debo confesar, para ser since­ro, que estoy de acuerdo con quienes sustentan esa opi­nión. En una oportunidad el presidente de una gran compañía me presentó al consejo de administración como su pistolero a sueldo. Uso los mejores trajes y mis zapatos están confeccionados con el mejor cuero. Tengo tres asistentes que trabajan durante toda la jornada para mí, y podría contratar otros doce, si los necesitara. Pero en aquellos tiempos iba a pie por un camino de tierra hasta una escuela de una sola aula, con los libros ceñidos por un cinturón, sobre el hombro, y Katrina me acompa­ñaba. A veces, en primavera, íbamos descalzos. Y ésa era la época en que no te atendían en una cafetería ni podías comprar en un mercado, si no usabas zapatos.
Después murió mi madre —cuando Katrina y yo asis­tíamos a la escuela secundaria de Columbia City— y dos años más tarde mi padre perdió la hacienda y se dedicó a la venta de tractores. Ése fue el fin de la familia, aunque entonces no pareció tan malo. Mi padre prosperó en su trabajo, se compró una agencia de ventas, y hace aproxi­madamente nueve años lo eligieron para un cargo direc­tivo. Yo gané una beca en la Universidad de Nebraska, ju­gando al fútbol, y aprendí algo más que a sacar el balón de un cerrojo suizo.
¿Y Katrina? Pero es de ella de quien quiero hablar.
El episodio del granero se produjo un sábado de co­mienzos de noviembre. En verdad, no recuerdo bien el año, pero Eisenhower todavía era presidente. Mamá es­taba en una feria de beneficiencia de Columbia City, y papá había ido a la casa de nuestro vecino más próximo (a diez kilómetros de distancia) para ayudarlo a reparar un rastrillo de heno. Teóricamente debería haber habido un peón en la hacienda, pero ese día no concurrió a tra­bajar y mi padre lo despidió antes de que transcurriera un mes.
Papá me dejó una lista de las faenas que debía reali­zar (v también había algunas para Kitty) y nos ordenó que no nos fuéramos a jugar hasta que estuviera todo ter­minado. Pero eso no nos ocupó mucho tiempo. Estába­mos en noviembre, y a esa altura del año ya no había grandes apremios. Nuevamente habíamos salido a flote. No sería siempre así.
Recuerdo perfectamente aquel día. El cielo estaba en­capotado, v si bien no hacía frío se sentía que quería ha­cer frío, que quería dejarse de rodeos v arremeter con la escarcha y la helada, la nieve y la cellisca. Los campos es­taban desnudos. Los animales se mostraban lerdos y pe­sados. Por la casa parecían soplar raras comentes de aire que antes nunca habíamos sentido.
En un día como ése, el lugar ideal era el granero. Ca­luroso, poblado por un agradable aroma combinado de heno, pelo y estiércol, y por los misteriosos cloqueos y arrullos de las golondrinas congregadas en el tercer he­nil. Si echabas la cabeza hacia atrás veías la blanca luz de noviembre que se filtraba por las grietas del techo y tra­taba de deletrear tu nombre. Ése era un juego que en realidad sólo parecía atractivo en los días encapotados de otoño.
Había una escalera clavada a un travesaño de la parte más alta del tercer henil, una escalera que bajaba direc­tamente al piso del granero. Nos habían prohibido trepar por ella porque estaba vieja y desvencijada. Papá le había prometido cien veces a mamá que la quitaría y la rem­plazaría por otra más sólida, pero cuando tenía tiempo para hacerlo siempre había algo que lo distraía. Por ejemplo, debía ayudar a reparar el rastrillo de un vecino. Y el peón no servía para nada.
Si subías por la enclenque escalera —había exacta­mente cuarenta y tres peldaños, que Kitty y yo habíamos contado hasta hartarnos— terminabas en una viga situa­da a más de veinte metros del piso sembrado de paja. Y si después te deslizabas unos cuatro metros por la viga, con las rodillas trémulas, las articulaciones de los tobillos que crujían y la boca seca e impregnada de sabor a me­cha quemada, quedabas suspendido sobre el almiar. Y entonces podías saltar de la viga y caer veinte metros en línea recta, en una horrible e hilarante zambullida mor­tal, hasta hundirte en un inmenso y mullido lecho exube­rante. El heno tenía un olor dulzón, y al fin descansabas en medio de ese aroma de verano renacido, después de haber dejado el estómago atrás y en medio del aire, y te sentías..., bien, como debió de sentirse Lázaro. Habías saltado y habías sobrevivido para contarlo.
Claro que era un deporte prohibido. Si nos hubieran sorprendido, mi madre habría puesto el grito en el cielo y mi padre nos habría azotado, a pesar de que ya no éra­mos crios. Debido al estado de la escalera, y también por­que si por casualidad perdías el equilibrio y caías de la viga antes de haber llegado al blando colchón de heno, era seguro que te descalabrarías contra las duras tablas del piso.
Pero la tentación era demasiado grande. Cuando no está el gato..., bien, ya conocéis el refrán.
Ese día empezó como todos los otros, con una deliciosa sensación de miedo mezclado con deseos anhelan­tes. Estábamos al pie de la escalera, mirándonos el uno al otro. Kitty estaba congestionada, con los ojos más oscu­ros y centelleantes que de costumbre.
—Te desafío —dije.
—El desafiante sube primero —respondió Kitty.
—Las chicas suben antes que los chicos —contraata­qué en seguida.
—No si es peligroso —respondió ella bajando reca­tadamente los ojos, como si no fuera público y notorio que ella era la segunda machota de Hemingford. Mas ése era su comportamiento habitual. Subía, pero no antes que yo.
—Está bien —asentí—. Ya subo. Ese año yo tenía diez años y era flaco como una estaca: pesaba aproximada­mente cuarenta y cinco kilos. Kitty tenía ocho años y pe­saba diez kilos menos. Pensábamos que si la escalera siempre nos había aguantado, seguiría aguantándonos indefinidamente, idea ésta que pone constantemente en apuros a hombros y naciones.
Ese día sentí que la escalera cimbreaba un poco en la atmósfera polvorienta del granero a medida que subía cada vez a mayor altura. Como siempre, aproximada­mente a mitad del trayecto, imaginé lo que me sucedería si de pronto la escalera cedía y se desmoronaba. Pero se­guí subiendo hasta que pude sujetarme de la viga e izar­me y mirar hacia abajo.
Él rostro de Kitty, vuelto hacia arriba para mirarme, era un pequeño óvalo blanco. Con su camisa a cuadros desteñida y sus vaqueros azules, parecía una muñeca. Sobre mi cabeza, en los polvorientos recovecos del alero, las golondrinas arrullaban dulcemente.
De nuevo, ajusfándome al ritual:
—¡Qué tal, ahí abajo! —grité, y mi voz flotó hasta ella montada sobre motas de paja.
—¡Qué tal, ahí arriba!
Me puse en pie. Oscilé un poco hacia atrás y adelante. Como siempre, parecieron soplar súbitamente extrañas corrientes de aire que no habían existido abajo. Oí los la­tidos de mi propio corazón mientras empezaba a avanzar con los brazos estirados para conservar el equilibrio. Una vez, una golondrina había revoloteado cerca de mi cabeza en ese momento de la aventura, y al respingar había estado a punto de caerme. Vivía con el temor de que ese
trance pudiera repetirse.
Pero no esta vez. Por fin estaba sobre el seguro col­chón de heno. Ahora mirar hacia abajo era más sensual que terrorífico. Hubo un momento de expectación. Des­pués salté al vacío, apretándome aparatosamente la na­riz, como lo hacía siempre, y el súbito tirón de la grave­dad me arrastró brutalmente, a plomo, v me hizo sentir deseos de gritar: ¡Oh, lo siento, me he equivocado, dejad­me subir de nuevo!
Entonces tomé contacto con el heno, me incrusté en él como un proyectil, y su olor dulzón y polvoriento me rodeó mientras seguía hundiéndome, como en un agua espesa, hasta quedar lentamente sepultado en la paja. Como siempre, sentí que un estornudo cobraba forma en mi nariz. Y oí que uno o dos ratones de campo huían asustados en busca de un sector más apacible del almiar. Y sentí, curiosamente, que había renacido. Recuerdo que en una oportunidad Kitty me había dicho que después de zambullirse en el heno se sentía fresca y flamante, como un bebé. En ese momento no le hice caso —porque en­tendía a medias lo que quería decir, y a medias no lo en­tendía— pero desde que recibí su carta, yo también pien­so en eso.
Bajé de la pila de heno, casi nadando en ella, hasta que mis pies tocaron el piso del granero. Tenía heno de­bajo de los pantalones y entre la espalda y la camisa. Se me había metido en las zapatillas y me asomaba por los codos. ¿Simientes de heno en el pelo? Claro que sí.
En ese momento Kitty ya había llegado a la mitad de la escalera. Sus trenzas doradas bailoteaban sobre sus omóplatos, y seguía trepando por un haz polvoriento de luz. En otras ocasiones esa luz podría haber sido tan bri­llante como su cabello, pero ese día sus trenzas no tenían competencia..., eran el elemento de mayor colorido que había allí arriba.
Pensé, bien lo recuerdo, que no me gustaba la forma en que se combaba la escalera. Parecía más destartalada que nunca.
Entonces llegó a la viga, muy arriba... Y ahora yo era el pequeño, mi cara era el minúsculo óvalo blanco vuelto hacia ella cuando su voz bajó flotando junto con las briz­nas de paja que había movilizado mi salto.
—¡Qué tal, ahí abajo!
—¡Qué tal, ahí arriba!
Avanzó por la viga y mi corazón se distendió un poco en el pecho cuando calculé que estaba a salvo sobre el heno. Siempre ocurría lo mismo, aunque ella siempre había sido más grácil que yo... Y más atlética, si no os pa­rece demasiado raro que diga esto acerca de mi hermana menor.
Se empinó sobre las punteras de sus viejas zapatillas, con las manos estiradas al frente. Y después dio el salto del ángel. Hablad de lo inolvidable, de lo indescriptible. Bien, yo puedo describirlo... en parte. Pero no con la pre­cisión suficiente para haceros entender hasta qué punto fue bello, perfecto, uno de los pocos trances de mi vida que parecen absolutamente reales y auténticos. No, no os lo puedo explicar con tanta fidelidad. Ni mi pluma ni mi lengua tienen la maestría que haría falta para ello.
Por un instante fugaz pareció flotar en el aire, como si la sostuviera una de esas misteriosas corrientes ascen­dentes que sólo existían en el tercer henil, transformada en una golondrina rutilante de plumaje dorado como Nebraska no ha vuelto a ver otra. Era Kitty, mi hermana, con los brazos doblados hacia atrás y la espalda arquea­da, ¡y cuánto la amé durante esa fracción de segundo!
Y después cayó y se hundió en el heno y se perdió de vista. Del boquete que había abierto brotó una explosión de paja y de risas. Olvidé cuan débil me había parecido la escalera con ella encima, y cuando salió del almiar yo ya estaba nuevamente a mitad de trayecto.
Yo también intenté ejecutar el salto del ángel, pero el miedo me atenazó como siempre, y mi ángel se transfor­mó en una bala de cañón. Creo que nunca terminé de convencerme, como Kitty, de que el heno estaba allí.
¿Cuánto duró el juego? Quien sabe. Pero después de diez o doce saltos levanté la vista y vi que la luz había cambiado. Mamá y papá tardarían en volver y nosotros estábamos cubiertos de paja..., lo cual era una prueba tan contundente como una confesión firmada. Accedimos a pegar un salto más cada uno.
Yo subí antes que ella y sentí que la escalera se movía bajo mis pies y oí, muy débilmente, el chirrido de los cla­vos que se aflojaban en la madera. Y por primera vez me sentí auténtica, activamente asustado. Creo que si hubie­ra estado más cerca del pie de la escalera habría bajado y que ahí habría terminado todo, pero la viga estaba más próxima y parecía más segura. Cuando me faltaban tres peldaños para llegar arriba aumentó el chirrido de los clavos tirantes y el terror me congeló súbitamente, con la certeza de que me había excedido.
Hasta que mis manos cogieron la viga astillada y ali­geraron a la escalera de mi peso. Un sudor frío, desagra­dable, pegoteaba las briznas de paja a mi frente. El juego ya había perdido su atractivo.
Enderecé de prisa hacia el almiar y me dejé caer. Ni siquiera saboreé la parte placentera del salto. Mientras descendía, me imaginé lo que habría sentido si hubiera sido el piso sólido del granero el que venía a mi encuen­tro en lugar de la blanda turgencia del heno.
Cuando asomé en el centro del granero vi que Kitty trepaba apresuradamente por la escalera.
—¡Eh, baja! —grité—. ¡No es segura!
—¡Me sostendrá! —respondió ella con un tono con­fiado—. ¡Soy más ligera que tú!
—Kitty...
Pero no pude terminar la frase. Porque fue entonces cuando cedió la escalera.
Se partió con un chasquido de madera podrida, asti­llada. Yo grité y Kitty chilló. Estaba más o menos donde me hallaba yo cuando me convencí de que había puesto exageradamente a prueba mi suerte.
El peldaño sobre el que ella se apoyaba se desprendió y después los dos largueros se separaron. Por un mo­mento la escalera, que se había zafado totalmente, pare­ció, a los pies de Kitty, un insecto portentoso, una mantis religiosa, que acababa de tomar la decisión de alejarse.
A continuación la escalera se desplomó, estrellándose contra el piso del granero con un estampido seco que le­vantó una nube de polvo e hizo mugir, inquietas, a las va­cas del establo vecino. Una de ellas pateó la puerta de su pesebre.
Kitty lanzó un alarido agudo, penetrante.
—¡Larry! ¡Larry! ¡Ayúdame!
Sabía lo que había que hacer, lo comprendí en segui­da. Tenía un miedo espantoso, pero conservaba el uso de mis facultades. Estaba a más de veinte metros de altura, sus piernas enfundadas en los vaqueros se agitaban frené­ticamente en el vacío, y las golondrinas arrullaban sobre su cabeza. Sí, yo estaba asustado. Y confieso que todavía no soy capaz de presenciar un espectáculo de acrobacia en el circo, ni siquiera en la TV. Me revuelve el estómago.
Pero sabía lo que había que hacer.
—¡Kitty! —le grité—. ¡Quédate quieta! ¡Quieta!
Me obedeció al instante. Dejó de agitar las piernas y quedó colgada verticalmente, con las manecitas cerradas sobre el último peldaño del extremo astillado de la escalera, como una acróbata cuyo trapecio se hubiera inmovilizado.
Sinceramente, no recuerdo lo que ocurrió después, excepto que el heno se me metió en la nariz y empecé a estornudar y no pude contenerme. Corría de un lado a otro, levantando una pila de heno allí donde había estado la base de la escalera. Era una pila muy pequeña. Al mi­rarla, y al mirarla luego a ella, que colgaba tan arriba, cualquiera habría pensado en una de esas caricaturas que muestran a un tipo saltando desde cien metros den­tro de un vaso de agua.
Iba y venía. Iba y venía.
—¡ Larry, no podré resistir más tiempo! —El timbre de su voz era atiplado y desesperado.
—¡Tienes que resistir, Kitty! ¡Tienes que resistir!
Iba y venía. El heno me caía dentro de la camisa. Iba y venía. Ahora la pila de heno me llegaba a la barbilla, pero el almiar en el que nos zambullíamos tenía ocho metros de profundidad. Pensé que si sólo se fracturaba las piernas debería darse por satisfecha. Y sabía que si caía fuera del heno se mataría. Iba y venía.
—¡Larry! ¡El peldaño! ¡Se está zafando!
Oí el chirrido sistemático y crepitante del peldaño que cedía por efecto de su peso. Volvió a agitar las pier­nas, despavorida, pero si seguía moviéndolas así le erra­ría inevitablemente al heno.
—¡No! —vociferé—, ¡No! ¡No hagas eso! ¡Suéltate! ¡Suéltale, Kitty! —Porque ya no tenía tiempo para juntar más heno. No tenía tiempo para nada que no fuera ali­mentar un ciego optimismo.
Se soltó y se dejó caer apenas se lo ordené. Bajó recta como un cuchillo. Me pareció que su caída duraba una eternidad, con sus trenzas de oro fuertemente estiradas hacia arriba, con los ojos cerrados, con el rostro pálido como la porcelana. No gritó. Tenía las manos entrelaza­das delante de los labios, como si rezara.
Y cayó justó en el centro de la pila de heno. Se hundió en ella hasta perderse de vista. La paja salió despedida en todas direcciones como si hubiera estallado una granada, y oí el ruido que produjo su cuerpo al chocar contra las tablas. El ruido, fuerte y sordo, hizo que me recorriera un escalofrío mortal. Había sido demasiado fuerte, demasia­do fuerte. Pero tenía que ver lo que había ocurrido.
Llorando, me abalancé sobre la pila de heno y empecé a apartarlo, arrojando grandes manojos a mis espaldas. Salió a la luz una pierna enfundada en un vaquero, des­pués una camisa a cuadros... Y después el rostro de Kitty. Estaba mortalmente pálida y tenía los ojos cerrados. Al mirarla me di cuenta de que estaba muerta. El mundo se puso gris, con un gris de noviembre. El único toque de ca­lor que había en él era el de sus trenzas, de oro rutilante.
Y después el azul profundo de sus iris cuando abrió los ojos.
—¿Kitty? —Mi voz sonaba ronca, gangosa, incrédula. Mi garganta estaba tapizada de polvillo de heno—. ¿Kitty?
—¿Larry? —pregunto ella, atónita—. ¿Estoy viva? La levanté del heno y la estrujé y ella me echó los bra­zos al cuello y me devolvió el abrazo.
—Estás vivas —dije—. Estás viva, estás viva.
Se había fracturado el tobillo izquierdo, y eso fue todo. Cuando el doctor Pedersen, el clínico general de Columbia City, entró en el granero con mi padre y con­migo, miró durante un largo rato las sombras del techo. El último peldaño de la escalera aún colgaba allí, sesga­do, de un clavo.
Como digo, miró durante un largo rato.
—Un milagro —le dijo a mi padre, y después pateó desdeñosamente el heno que yo había apilado. Se enca­minó hacia su «De Soto» polvoriento y se fue.
Mi padre me colocó la mano sobre el hombro.
—Iremos a la leñera, Larry —manifestó con voz muy serena—. Supongo que sabes qué es lo que pasará allí.
—Sí, señor —susurré.
—Quiero que cada vez que te zurre, Larry, le agradez­cas a Dios que tu hermana sigue viva.
—Sí, señor.
Después nos fuimos. Me zurró muchas veces, tantas veces que durante una semana comí en pie, y durante las dos semanas siguientes con un cojín en mi silla. Y cada vez que me pegaba con su gran mano roja y callosa, yo le daba gracias a Dios.
Con voz potente, muy potente. Cuando recibí los dos o tres últimos golpes, no tenía duda de que Él me oía.

Me dejaron entrar a verla un poco antes de la hora de acostarme. Recuerdo que había un tordo del otro lado de su ventana. Su pie vendado descansaba sobre una tabla.
Me miró durante tanto tiempo y con tanta ternura que me sentí incómodo. Por fin dijo:
—Heno. Pusiste heno.
—Claro que sí —exclamé—. ¿Qué otra cosa podía ha­cer? Cuando se rompió la escalera no me quedó ningún medio para llegar arriba.
—No sabía lo que hacías —murmuró.
—¡Pero tenías que saberlo! ¡Estaba debajo de ti, por el amor de Dios!
—No me atreví a mirar —respondió—. Tenía dema­siado miedo. No abrí en ningún momento los ojos.
—¿No lo sabías? ¿No sabías lo que estaba haciendo? Meneó la cabeza.
—Y cuando te dije que te soltaras..., ¿lo hiciste sin mirar? Asintió con un movimiento de cabeza.
—Kitty, ¿cómo pudiste hacer eso?
Me miró con esos profundos ojos azules.
—Sabía que debías de haber hecho algo para solucio­narlo —dijo—, Eres mi hermano mayor. Sabía que te ocuparías de mí.
—Oh, Kitty, no imaginas qué poco faltó. Me había cubierto el rostro con las manos. Ella se irguió en la cama y las apartó. Me besó en la mejilla.
—No —murmuró—. Pero sabía que tú estabas ahí abajo. Caray, qué sueño. Hasta mañana, Larry. El doctor Pedersen dice que me podrán una escayola.
Estuvo escayolada durante poco menos de un mes, y todos sus compañeros de escuela firmaron el yeso..., e in­cluso me lo hizo firmar a mí. Y cuando se lo quitaron, ahí terminó el episodio del granero. Mi padre remplazó la escalera que llevaba al tercer henil por otra nueva y fuer­te, pero nunca volví a trepar a la viga para saltar sobre el heno. Por lo que sé, Kitty tampoco lo hizo.
Ése fue el fin, pero no lo fue. Quién sabe por qué, la historia no terminó hasta hace nueve días, cuando Kitty saltó desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, en Los Ángeles. Tengo el recorte del Los An­geles Times en mi billetera. Supongo que lo llevaré siem­pre conmigo, no con la alegría con que llevas las instan­táneas de las personas que deseas recordar o las entradas de un buen espectáculo o parte del programa de un par­tido del Campeonato Mundial. Llevo el recorte conmigo como llevas algo pesado, porque tienes el deber de llevar­lo. El titular dice; PROSTITUTA DE LUJO SE SUICIDA CON EL SALTO DEL ÁNGEL.

Crecimos. Esto es todo lo que sé, dejando de lado los hechos sin importancia. Ella pensaba estudiar Adminis­tración de Empresas en Omaha, pero el verano después de terminar el bachillerato ganó un concurso de belleza y se casó con uno de los jueces. Parece un chiste obsceno, ¿verdad? Mi Kitty.
Mientras yo estudiaba Derecho ella se divorció y me escribió una larga carta, de diez o más páginas, en la que me contaba cómo había pasado todo, qué repugnante ha­bía sido, cómo todo habría sido mejor si ella hubiera po­dido tener un hijo. Me preguntaba si podía ir a verla. Pero perder una semana en la Facultad de Derecho es tan grave como perder un año en un curso inferior de artes li­berales. Esos tipos son galgos. Si pierdes de vista el conejito mecánico, no lo encuentras nunca más.
Se mudó a Los Angeles y volvió a casarse. Cuando naufragó ese matrimonio, yo había regresado de la Fa­cultad de Derecho. Me escribió otra carta, más breve, más amarga. Me decía que nunca se dejaría atrapar en ese tiovivo. Era una rutina inalterable. La única forma de coger la sortija consistía en caerse del caballito y rom­perse el cráneo. Si ése era el precio de una vuelta gratis, ella no estaba dispuesta a pagarlo. Posdata: ¿Puedes ve­nir, Larry? Hace mucho que no te veo.
Le escribí diciéndole que me habría encantado ir a vi­sitarla, pero que no era posible. Había conseguido traba­jo en una firma con grandes tensiones internas, y yo es­taba en la base de la pirámide: todo el trabajo recaía sobre mis espaldas y nadie reconocía mis méritos. Si quería subir el escalón siguiente, tendría que lograrlo ese mismo año. Ésa fue mi larga carta, en la que hablaba ex­clusivamente de mi carrera.
Contesté todas sus cartas. Pero nunca llegué a con­vencerme verdaderamente de que era Kitty quien las es­cribía ¿entendéis?, así como antes no había podido con­vencerme de que el heno estaba realmente allí..., hasta que interrumpía mi caída por el vacío y me salvaba la vida. No podía persuadirme de que mi hermana y la mu­jer vencida que firmaba «Kitty», rodeando su nombre con un círculo, al pie de las cartas, eran en realidad la misma persona. Mi hermana era una muchacha con trenzas, cuyos pechos aún no se habían desarrollado.
Fue ella la que dejó de escribir. Me enviaba tarjetas de Navidad, me felicitaba para mi cumpleaños, y mi esposa le correspondía igualmente. Después nos divorciamos y yo me mudé y me olvidé de todo. La Navidad siguiente y, a continuación, el día de mi cumpleaños, las tarjetas me llegaron gracias a que había comunicado mi cambio de domicilio en la oficina de correos. El primer cambio. Y yo me decía constantemente: caray, tengo que escribirle a Kitty y comunicarle que me he mudado. Pero no lo hice.
Sin embargo, como ya he dicho, todos éstos son deta­lles que carecen de importancia. Lo único que interesa es que maduramos y que ella dio el salto del ángel desde el último piso del edificio de una compañía de seguros, y que ella creía que el heno estaría siempre abajo. Kitty era la que había dicho: «Sabía que debías estar haciendo algo para solucionarlo.» Ésas son las cosas que en verdad importan. Y la carta de Kitty.
Actualmente todos se mudan continuamente, y es cu­rioso que esas direcciones tachadas y esos rótulos de cambio de domicilio puedan asumir la forma de acusa­ciones. Kitty había estampado el remite en el ángulo su­perior izquierdo del sobre, y esa dirección correspondía al apartamento donde había estado viviendo hasta que saltó. En un hermoso edificio de Van Nuys. Papá y yo fui­mos allí a recoger sus cosas. La casera se mostró muy amable. Estimaba a Katty.
El matasellos tenía fecha de dos semanas antes de su muerte. La carta debería haberme llegado mucho antes, si no hubiera sido por los cambios de domicilio. Ella de­bía de haberse cansado de esperar.
Querido Larry:
Últimamente he estado pensando mucho en eso... Y he resuelto que lo mejor para mi habría sido que el último peldaño se hubiera roto antes de que tú pudieses apilar el heno.
Tu Kitty
Si, supongo que Kitty debió de cansarse de esperar. Prefiero pensar esto y no que ella llegó a la conclusión de que yo la había olvidado. No me habría gustado que pen­sara eso, porque tal vez esa sola frase habría sido lo úni­co que me habría hecho acudir corriendo a su lado.
Pero ni siquiera ésta es la razón por la que ahora me cuesta dormirme. Cuando cierro los párpados y empiezo a amodorrarme, la veo caer del tercer henil, con los ojos dilatados y muy azules, el cuerpo arqueado, los brazos doblados hacia atrás.
Ella era la que siempre sabía que el heno estaría allí.

viernes, febrero 13, 2009

Coincidencias: Los Cronocrímenes y Agujero de gusano



Una de las mejores películas que vi el año pasado fue Los cronocrímenes. Siempre me han atraído los viajes en el tiempo (de ahí que amo Lost y Donnie Darko, entre otras razones por supuesto) y el argumento de esta cinta aborda el tema con gran originalidad y con una simpleza perfecta. Realmente. Visualmente hablando, tiene ideas muy atractivas que se condicen con la sencillez técnica que utiliza Nacho Vigalondo (el director). Por lo demás, la película se sustenta netamente en su genialidad; cualquier efecto digital (en el caso de haber habido más presupuesto) hubiese sido opacado por su inmejorable trama. El filme nos presenta a un tipo común y corriente que fortuitamente viaja en el tiempo y que se transforma en una suerte de héroe moralmente ambiguo que pasa a dominar el tiempo y el espacio en una circunstancia descabelladamente ingeniosa, donde hay enredos, equivocaciones, confusiones y muertes. La película nos habla de las paradojas del tiempo y del hombre en una historia de una exactitud admirable. Vale la pena mencionar, de paso, que la película fue un éxito en España (su país de origen).

Cuando veo estos filmes donde lo que impera es la historia y, principalmente, la originalidad, pienso en el cine chileno y me pregunto cuándo empezarán a aparecer cintas de este tipo: premisas simples, de fácil ejecución, pero sublimemente creativas. Falta alguien así. Que a alguien se le ocurra un Old boy o un Memento o un Being John Malkovich. Algo que sorprenda. Pero no. Seguimos con lo mismo de siempre y los que intentan innovar carecen de lecturas suficientes para urdir un guión que golpee.

A fines del 2007 escribí un cuento muy fallido, pero cuya idea central me parecía muy llamativa. Se llama Agujero de gusano. Básicamente, se trata de un tipo que encuentra un portal del tiempo y que se topa consigo mismo. Después viaja de nuevo y se encuentra con dos versiones de sí mismo: la original y la que viajó. Quien haya visto Los cronocrímenes estará levantando una ceja. Mi cuento es humilde, defectuoso, insignificante, etcétera, pero, sin saber de su existencia, tiene notables similitudes con una película excelente: el entorno campestre donde se desarrollan los hechos, los múltiples duplos del protagonista que van apareciendo durante la trama, el enfoque centrado en la segunda realidad espacio-temporal, el hecho de que el viaje en el tiempo sólo sea hacia atrás (en mi cuento un día atrás y en la cinta horas atrás), la naturaleza del protagonista, entre otras. También hay diferencias. Son ellas, justamente, las que hacen que Los cronocrímenes pisotee a mi modesto relato. Además, los méritos del filme están dados por dos elementos: la historia (el guión) y la estupenda narración visual que la enaltece.

Tras ver la película, hace un tiempo ya, me motivé a corregir un poco el cuento; está más pulcro pero no me convence (le sobran algunas partes y les falta desarrollo a otras), sin embargo, si alguien ha visto la película es un ejercicio interesante ver las semejanzas.

Aquí un fragmento incomprensible del cuento:

El agua succionó el cuerpo de Tomás por un lapso de unos ocho segundos, entonces empezó a emerger. En la superficie, lo rodearon los objetos que lanzó al agua poco tiempo atrás, el bote no estaba y a unos treinta metros un hombre nadaba velozmente hacia la orilla. Tomás también braceó hacia la ribera y, a los pocos segundos, observó que el individuo llegaba a tierra y se internaba a toda prisa entre los ramales. Extrañamente, el clima estaba mucho más caluroso y el misterioso sujeto, al igual que él, sólo vestía calzoncillos.

Tomás llegó a la orilla y se topó con el bote y el equipo de pesca situados en el mismo lugar donde los halló antes de usarlos. Desconcertado, se adentró entre los ramales en busca del desconocido y de una explicación. Tras avanzar unos metros, escuchó disparos y un grito. Cauteloso, avanzó hasta la explanada y dilucidó el enigma. A Tomás se le atravesó el corazón en la garganta. A seis metros de distancia se hallaba un doble suyo, digamos Tomás Palmer “C”, junto al cadáver del hombre en calzoncillos. La conclusión resultaba, a la vez, imposible y lógica: había viajado en el tiempo un día atrás.

Nuestro protagonista, a quien podremos llamar indistintamente Tomás Palmer o Tomás Palmer “B”, observaba los hechos oculto detrás de un árbol. En cierto instante, captó que él y el cadáver eran exactamente iguales y que estaban en las mismas condiciones. Todo apuntaba a que el muerto era otro doble. Palmer esperó que Tomás “C” fuera a ocultar el cadáver y entonces confirmó su hipótesis: se trataba de otro Palmer. Sumando y restando, concluyó que habían tres Tomases paralelos, entre ellos él mismo, y que el Tomás Palmer original, vale decir, el Tomás Palmer “A”, era el hombre en calzoncillos que mató en la realidad que abandonó al arrojarse al círculo marino.

Cuento completo aquí

lunes, enero 26, 2009

Famosos fanáticos de Lost

La vitamínica riqueza de Lost da para todo. Hay quienes ven en esta serie el Everest que irrumpió en un desierto de ideas o en un campo de plagios, donde Lost sería una suerte de libro de la vida en el que se encontrarían todas las respuestas. Hay otros, en cambio, que la admiran con recato. Y otros, los menos, que la siguen con distancia, ya sea con un afán recreativo o simplemente curioso. Lo cierto es que Lost, sea como sea, atrapa, tanto por su poderosa e irrefrenable narración y estructura como por su temática fundamental, alegórica y misteriosa que oculta algo sublime. Es por ello que sus fanáticos son tan variados como variadas son sus lecturas. A modo de bienvenida del acojonante inicio de la quinta temporada, presento este variopinto ramillete de fans de la serie.


Stephen King: El más famoso fan de Lost; ha escrito múltiples columnas referentes a la serie e incluso su amigo personal J.J. Abrams le contó el desenlace. Dice que Lost tiene una grandeza mítica.



Paris Hilton: Declaró que prefiere ver Lost a tener sexo.


Alan Pauls: Este escritor argentino se ha referido a la técnica narrativa de la serie y ha analizado su valor artístico.


Paul Rudd: Se describe como un mega-fan de Lost y se ofreció voluntariamente para entrevistar a Emilie de Ravin (Claire).


Susana Jiménez: La presentadora argentina dice que está loca con la serie.


Bruce Willis: En varias ocasiones ha comentado su fanatismo por la serie. Una vez dijo lo siguiente: Lost es como esas películas que empiezas a ver y no puedes despegarte del sofá. Me encantaría actuar en ella. Se dice que podría aparecer en un par de episodios.


Bono: Afirmó que en las noches de su gira en el 2006, lo que más lo relajaba era llegar a su suite, darse un baño y ver shows como Lost.


Haruki Murakami: Este autor japonés de última moda, por cuyo valor literario incluso se ha hablado de otorgársele el premio nobel, se ha confesado fanático de Lost en varias entrevistas.