miércoles, septiembre 23, 2009

Blood car: porno-trash ecológico



Tenía a Blood car en carpeta hace tiempo, pero no era un imperativo, de modo que sólo la vi por casualidad en uno de los típicos ciclos de cine bizarro de Valparaíso. Y tengo que ser honesto: la película superó mis expectativas. Pintaba para ser una de esas rarezas ligeras que vienen bien de vez en cuando, pero su sobresaliente ingenio, ironía y humor negro la pone de entre lo mejor que he visto este año. El filme se sitúa en una sociedad futurista donde la gasolina es prácticamente impagable, por lo que los automóviles son de uso reservado para los multimillonarios. El héroe de la cinta es un profesor de infantes vegano (sublime sarcasmo) que se ha decidido a buscar una fuente alternativa de combustible; un buen día, fortuitamente, encuentra la solución: la sangre. De ahí en adelante, paulatinamente y guiado por necesidades sociales pervertidas e institucionalizadas, irá abandonando sus altruistas convicciones medioambientalistas para venderse sádica y brutalmente a los requerimientos de su contexto sociocultural. El filme juega con el gore, la comedia negra y la ironía social, y se reviste de ese aire indie y de bajo presupuesto tan en contra del stablishment cinematográfico. Por supuesto que la premisa central de Blood car es altamente perspicaz, pero no sería nada sin la propuesta narrativa y estética que la complementa, una propuesta ágil, fresca y rotundamente sexual (acompasada, extrañamente, con harta música clásica). Alguien por ahí definió su estilo como porno-trash ecológico, precisamente por esa mezcla de humor negro algo adolescente, gore, conciencia ambientalista subyacente y sexo. En fin: una grata sorpresa que a ratos consigue un sarcasmo depurado y escandalosas dosis de hilaridad.

lunes, septiembre 21, 2009

Emmys 2009



Cuatro cosas:

1) El premio de mejor actor de reparto en una serie de comedia para Jon Cryer. Por Dios que me ha hecho reír Alan Harper en Two and a half men; por lo que supe era su cuarta nominación consecutiva sin ganar, así que ya era hora de un reconocimiento masivo. Su discurso, por lo demás, estuvo divertido; fue algo así: “estos premios siempre me han parecido un reflejo de popularidad momentánea, pero ahora me doy cuenta que miden a la perfección la calidad de un actor” (risas).

2) El premio de mejor actor de reparto en una serie de drama para Michael Emerson. ¡Qué ambigüedad moral que refleja el rol de Benjamin Linus en LOST! Nunca me ha quedado claro si es de los buenos o de los malos. En su preciso discurso reconoció que B. Linus era el papel de su vida. Este Emmy, además, se suma al que recibió Terry O’quinn (John Locke) el año pasado.

3) El premio a la mejor serie dramática a Mad Men por segundo año consecutivo. Si bien por una cosa afectiva, narrativa y temática me quedo con LOST, tengo que reconocer que Mad Men es de lo mejor que hay en gringolandia hoy en día, especialmente por la profundidad y el tratamiento de sus personajes.

4) El premio a la mejor serie de comedia a 30 rock por tercer año consecutivo. ¡3 años! Cuando me he topado con esta serie en el cable no me ha llamado la atención, quizá deba darme el tiempo de verla. ¿Pero será para tanto? Tal vez gana porque la academia quiere hacer desaparecer a las sitcom. Mejor paro de escribir y la veo.

Acá va la lista de los principales ganadores:

Mejor Comedia: 30 Rock.
Mejor Drama: Mad Men.
Mejor actor de Comedia: Alec Baldwin (30 Rock).
Mejor actor dramático: Bryan Cranston (Breaking Bad).
Mejor actriz de comedia: Toni Collette (United states of Tara).
Mejor actriz dramática: Glenn Close (Damages).
Mejor actor de reparto en una comedia: Jon Cryer (Two and a half men).
Mejor actor de reparto en un drama: Michael Emerson (Lost).
Mejor actriz de reparto en una comedia: Kristin Chenoweth (Pushing Daysies).
Mejor actriz de reparto en un drama: Cherry Jones (24).
Mejor Miniserie: Little Dorrit.
Mejor TV movie: Grey Gardens.

viernes, septiembre 11, 2009

La avispa


Regocíjese con este genial relato de Richard Wilson.

LA AVISPA

La avispa chocó, zumbando, contra el cristal del parabrisas, en el interior del coche, y el conductor notó la presencia del insecto por primera vez. En aquel momento iniciaba una curva a cuarenta y cinco millas por hora, de modo que no pudo hacer nada. Cuando pasó la curva, el hombre, que iba solo en el automóvil, alargó la mano y abrió la ventanilla de la derecha. La pequeña ventanilla de ventilación de la izquierda ya estaba abierta. El hombre agitó la mano, no demasiado cerca de la avispa, como para señalarle el camino de la libertad.
La avispa continuó zumbando y no hizo el menor caso de la ventanilla abierta. Sus alas siguieron chocando contra el cristal del parabrisas.
Dos veces más, cuando el tránsito lo permitió, el hombre trató de comunicar a la avispa que había un camino para salir del coche. La segunda vez, la avispa zumbó furiosamente, en un crescendo, y el hombre decidió no insistir. No había sido picado nunca por uno de aquellos animalitos, pero ésta podía ser la primera vez, si la avispa se enfurecía.
Al cabo de un rato, la avispa dejó de zumbar y empezó a revolotear de un lado a otro. El insecto debió entrar en el automóvil cuando éste se encontraba aparcado cerca de la casa, antes de que el hombre lo pusiera en marcha para dirigirse a la ciudad. El día era muy caluroso, y había dejado las ventanillas abiertas a fin de mantener ventilado el vehículo.
Al pasar junto a uno de los mojones de la carretera, el conductor comprobó que había recorrido diez millas. Casi la mitad del camino. En cierta ocasión había medido la distancia: 22,2 millas desde su casa hasta el lugar donde aparcaba el automóvil para tomar un metro que le llevaba hasta el centro de la ciudad.
Se preguntó si el hogar de la avispa no estaría situado cerca del suyo. Había un nido de avispas debajo del alero de su casa, lo suficientemente alto como para no ser un peligro para nadie. Si hacía salir a la avispa del vehículo, el animalito se encontraría muy lejos de su hogar, a pesar de su capacidad de vuelo, la cual, por otra parte, era un misterio para el conductor. Tal vez no pudiera regresar a su nido. Tal vez no pudiera encontrar otra colonia de avispas, y si la encontraba, tal vez no fuera aceptada en ella.
Normalmente hacía funcionar la radio del coche; de haber seguido esta costumbre en aquella ocasión, se hubiera olvidado de la avispa en cuanto dejó de zumbar. Pero la radio estaba estropeada y, por tanto, la mente del conductor disponía de la atención necesaria para dedicarla a la pequeña fantasía sobre la desplazada avispa.
Obedeciendo a un repentino impulso, volvió a cerrar la ventanilla de la derecha. Había decidido encerrar a la avispa en el automóvil y hacer con ella el camino de regreso. Sus asuntos sólo le retendrían en la ciudad unas cuantas horas, y luego, los dos —la avispa y él— regresarían a casa.
Los movimientos que hizo al cerrar la ventanilla sobresaltaron a la avispa. Zumbó frente al rostro del conductor, luego alrededor de su cabeza y, por último, fue a chocar contra la ventanilla que acababa de cerrarse.
«Eres una tonta —dijo el hombre, en tono casi cariñoso—. Te llevaré a casa, quieras o no.»

Evidentemente, el hombre del rifle era un cazador. O, para ser más exactos, un cazador furtivo. La temporada de caza había terminado, y si le sorprendían en el coto, con un arma de fuego, le darían un disgusto.
No había conseguido cobrar ninguna pieza, y su ánimo, bajo el cálido sol del mediodía, se mostraba afectado por una gran depresión. Estaba en pie desde antes del alba, y se sentía muy fatigado.
Iba andando, murmurando en voz baja, cuando vio el reflejo del sol sobre un objeto metálico, en un claro del bosque, a poca distancia del lugar donde se encontraba. Un edificio, al parecer; aunque es difícil imaginar la existencia de un edificio en un lugar tan apartado.
Apresuró el paso y, cuando estuvo más cerca del objeto, comprobó que no era un edificio. Llegó al borde del claro, lo distinguió con claridad y, contra lo que le mostraron sus propios ojos, se negó a admitir la evidencia.
Parecía una nave espacial. Al menos, tenía el aspecto de las naves espaciales que el cazador había visto en el cine y en las revistas infantiles. Pero no estaba dispuesto a aceptar una cosa como aquella en el terreno de la realidad.
Había leído las noticias que publicaban los periódicos acerca de las investigaciones espaciales y de los satélites construidos por el hombre que podían situarse por encima de la atmósfera terrestre. Pero eran habladurías.
Sin embargo, aquello que tenía ante sí existía. Estaba allí... Fuera lo que fuese.
A su alrededor no había cabañas ni cobertizos, lo cual demostraba que aquél no era el lugar en que había sido construido. Ni tampoco se veían cámaras, ni actores, ni otros elementos de rodaje cinematográfico. En realidad, no había nada, excepto la nave, larga, plateada, descansando sobre su cola.
Su puerta ¿o la llamaban escotilla? estaba abierta. El cazador no pudo ver a nadie dentro. Debajo de la escotilla había una escalera de metal, plegable.
Permaneció de pie en el borde del claro, sin tratar de ocultarse, pero sin hacerse demasiado visible. Dejó transcurrir un largo rato antes de tomar la decisión de acercarse un poco más. Mientras tanto, nada se había movido.
Cuando llegó al pie de la escalerilla se detuvo, con el oído atento. No oyó el menor ruido. Subió los peldaños de metal y penetró en la nave. Nadie.
En el interior todo brillaba como la plata. Todo flamante. Un pasillo conducía a la parte superior, formando espiral. Tras una leve vacilación, el hombre echó a andar por el pasillo, empuñando fuertemente su rifle.
El pasillo parecía no tener fin; el hombre estaba pensando en la conveniencia de abandonar la empresa, cuando llegó ante una puerta. Estaba cerrada.
Se detuvo y escuchó. No oyó nada.
La puerta no tenía manecilla, pero, al empujar el hombre, se abrió.
La cámara a que daba paso estaba también desocupada. Pero, por primera vez, aparecieron señales de habitabilidad. Había muebles, por ejemplo. No sillas, ni sillones, sino una cosa intermedia. Parecían cómodos.
Había una mesa, o banco, a lo largo de una de las paredes, con varios recipientes encima. Eran metálicos. Los más pequeños semejaban arquillas, y cajas fuertes los de mayor tamaño. Todos eran de plata, o al menos plateados.
El hombre se acercó a ellos pero no consiguió descubrir el modo de abrirlos. En apariencia, no tenían cerradura.
El hombre quedó absorto en la contemplación de las cajas por espacio de un par de minutos. Después se irguió de nuevo y escuchó atentamente. Nada.
En la camareta había otras cosas, pero ninguna tenía sentido para él.
Probó una de las sillas-sillones y la encontró muy cómoda. Era de plata también, aunque el asiento y el respaldo estaban tapizados con un material esponjoso.
El hombre se sentó, diciéndose que lo mismo podía escuchar sentado que de pie. Colocó el rifle sobre sus rodillas.
Se sintió invadido por una gran somnolencia, pero hizo un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos y aguzó el oído, como compensación.
Al cabo de un minuto, se durmió.
Le despertaron unas suaves vibraciones. Y, al darse cuenta de dónde estaba, se maldijo a sí mismo por haberse quedado dormido. Se puso en pie de un salto. Se encaminó hacia la puerta. La empujó, pero continuó cerrada. Luego recordó que se había abierto hacia dentro, no hacia fuera, y buscó un tirador. No había ninguno.
Había luz artificial, pero el hombre no consiguió saber su procedencia. Ninguna ventana. Sólo aquella puerta. El hombre calculó los posibles efectos de una bala de rifle. Si hubiese existido alguna cerradura, hubiera disparado contra ella. Pero no había ninguna cerradura, y un disparo de rifle sólo hubiese logrado revelar su presencia.
Las vibraciones continuaban. Eran muy leves, como si se produjeran muy lejos, o estuvieran aisladas; pero no cabía duda de que procedían de la nave.
El hombre, repentinamente asustado, se preguntó si habrían despegado.
Y, si habían despegado, se preguntó a continuación, dejando que el temor se impusiera a su escepticismo acerca de la existencia de las naves espaciales, ¿adonde se dirigían?
Empezó a dar vueltas por la camareta, frenéticamente. Trató de mover las sillas-sillones, pero estaban firmemente unidas al suelo de metal. Cogió las cajas de color de plata más pequeñas y las tiró contra el suelo. Las de mayor tamaño eran demasiado pesadas para que pudiera levantarlas, pero podía arrastrarlas por encima de la mesa y hacerlas caer. Las hizo caer. Ni siquiera se abollaron.
En una de las paredes había una cuadrícula de artesonado. El hombre apoyó el rifle contra la pared y apretó con ambas manos. Nada. Luego recorrió el artesonado con las puntas de los dedos, buscando algún botón o algún resorte oculto. Si había alguno, no consiguió encontrarlo.
Finalmente, exhausto y furioso, se quedó de pie en el centro de la camareta. Empuñó su rifle, dispuesto a disparar a la menor señal de peligro.
Seguía allí, en pie, tenso y asustado, cuando cesaron las vibraciones, cinco minutos más tarde.
El silencio era absoluto, exceptuando el sonido de su propia respiración. Esto le impresionó aún más. Sus piernas empezaron a temblar, sin que pudiera dominarlas. Se acercó de nuevo a la silla-sillón y se sentó.
Esperó.
Sus ojos estaban clavados en la puerta, la única entrada posible, cuando empezó a moverse hacia dentro, lentamente.
El nombre volvió a temblar, pero apuntó su rifle en dirección a la puerta y murmuró con voz ronca:
—De acuerdo, entre, pero levante las manos por encima de su cabeza.
Se tildó a sí mismo de estúpido mientras pronunciaba aquellas palabras.
Pero su aturdimiento subió de punto cuando la puerta se hubo abierto del todo sin que apareciera nadie.
El hombre se puso en pie y se dirigió cautelosamente hacia el umbral. Asomó la cabeza, pulgada a pulgada, y miró arriba y abajo del pasillo. Nadie. Nada. Ni un ruido.
Con el rifle en la mano, dio unos cuantos pasos hacia la derecha. El pasillo se extendía delante de él. Luego recorrió a la inversa el camino que le había conducido a la camareta. La escotilla a través de la cual se había introducido en la nave, estaba cerrada. No le sorprendió, desde luego, pero quiso convencerse. Subió de nuevo por el pasillo en espiral. La puerta de la camareta aparecía cerrada. La empujó con el hombro... no logró abrirla.
El hombre avanzó por el largo pasillo, tratando de no hacer ruido. Pero sus pesadas botas crujían a cada paso que daba y, en el profundo silencio, aquellos crujidos resultaban ensordecedores... al menos para él. En consecuencia, renunció a toda precaución y empezó a andar con paso decidido. Esto pareció devolverle toda su presencia de ánimo, y cuando llegó al final del pasillo y encontró otra puerta, la empujó sin vacilar.
La puerta se abrió.
El ser estaba recostado en una silla-sillón. Una de las cajas de plata estaba en el suelo, cerca de él. Una especie de tubo ascendía desde la caja hasta el rostro del ser, el cual parecía estar alimentándose.
El hombre y el ser se contemplaron uno a otro en silencio. El hombre no hizo ningún movimiento con su rifle. El ser continuó alimentándose.
Lo que el hombre estaba viendo era una casi-persona. Tenía una cabeza, un cuerpo, cuatro extremidades. Nada permitía adivinar si andaba sobre las cuatro, o sobre las dos posteriores. Ninguna de las extremidades estaba calzada, y manos y pies se confundían.
El ser habló. Su charla era una especie de ulular en tono menor, que no le impedía seguir alimentándose.
Lo que el ser le estaba diciendo al hombre, sin preámbulo ni acogida de ninguna clase, era que se había dado cuenta muy pronto, después de despegar, de que la nave tenía un polizón.
El hombre no comprendió una sola palabra.
El ser conjeturó lo que estaba ocurriendo y lamentó la imposibilidad de establecer comunicación entre ellos, pero continuó hablando como para demostrar que sus sentimientos eran amistosos.
—Desgraciadamente —dijo el ser, mirando al hombre con ojos afectados como un diamante—, ahora no puedo regresar. Tengo trazado un plan de vuelo, y no puedo apartarme de él.
Hizo una pausa como si esperase una respuesta, pero el hombre no dijo nada. El ser no hizo ningún movimiento, excepto para flexionar sus dedos lentamente.
—Mi patrulla me recogerá pasado el sistema solar —continuó diciendo el ser—, y usted tendrá que venir conmigo. Mi próximo viaje tendrá lugar dentro de dos años. Entonces podrá volver a su casa. Entretanto, le cuidaremos bien.
El hombre, sin comprender, escuchaba las palabras con suspicacia. La voz ululante del ser le erizaba los pelos de la nuca. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, exactamente igual que una noche que estaba cazando en un bosque desconocido y un lobo aulló más allá de la fogata de su campamento, pero muy cerca de él.
El hombre miró hacia atrás repentinamente, pero no vio a nadie.
—Estoy solo en la nave —dijo el desconocido, interpretando correctamente el movimiento del hombre—. Ahora tengo que comprobar el rumbo. Pura rutina. Venga conmigo, si quiere.
El ser saltó de la silla-sillón al suelo con un gracioso movimiento y le hizo una seña al hombre para que le siguiera. Su paso no era el humano andar erguido, ni el trote de un cuadrúpedo, sino algo intermedio.
El hombre se apartó a un lado cuando el ser pasó junto a él, de camino hacia la puerta. Luego le siguió, con cautela.
Pasaron a lo largo de una serie de pasillos que brillaban como la plata bruñida. El desconocido dirigía miradas ocasionales hacia atrás. El hombre le seguía, con las manos engarfiadas en su rifle.
—Lamento las molestias que va a ocasionarle todo esto —dijo el ser, sabiendo que no sería comprendido, pero contento, al parecer, de tener una oportunidad para hablar—. Escogí una zona que me pareció deshabitada para aterrizar y recargar los tanques de atmósfera. He estado en su planeta varias veces, pero hasta ahora nadie había visto la nave, al menos que yo sepa.
—Me está usted poniendo nervioso —dijo el hombre en voz alta—. Será mejor que no siga moviéndose de ese modo, si no quiere que le vuele la cabeza.
—¿De manera que habla usted? —dijo el ser—. Bien. Un lenguaje muy curioso, y posiblemente inteligente. Tengo que grabarlo para su estudio. Tal vez su planeta tenga otras posibilidades. Me pregunto si la suya es la forma de vida dominante, o uno de los sub-grupos. Incluso es posible que podamos establecer comunicación antes de que vuelva a dejarle en el lugar donde le encontré.
—Su cabeza sería un hermoso trofeo —dijo el hombre—. Desde luego, no me creería nadie. Creerían que era un truco de un taxidermista.
—Esta es la sala de mandos —dijo el desconocido. Hizo un gesto y se abrió una puerta. El desconocido la cruzó, invitando al hombre a seguirle. El hombre lo hizo.
—Esto parece la cabina del piloto, o el puente, o como diablos se llame —dijo el hombre—. Si liquidara a ese monstruo, tal vez pudiera aprender a pilotar esto y regresar a casa.
El ser se acercó a un cubo plateado montado sobre un trípode y lo estudió con atención, aunque el hombre no pudo ver más que una superficie completamente lisa.
—Perfecto —dijo el ser—. ¿Le gustaría ver dónde estamos?
Tocó el cubo aquí y allí con rápidos movimientos de sus dedos, y un trozo de la pared se convirtió en una pantalla. Allí, contra la negrura tachonada de estrellas del espacio, estaba la Luna, y, más allá, un globo verde que debía de ser la Tierra.
El hombre abrió la boca involuntariamente. Era como si creyera por primera vez que la nave había abandonado el suelo.
—Un hermoso espectáculo —dijo el ser—. Su mundo es uno de los más bellos. Algún día nos dedicaremos a explorarlo. Y el conocimiento de su lenguaje, si es que se trata de un lenguaje, podría ayudarnos. ¿Por qué no empezamos ahora? —Señaló la Luna—. Satélite —dijo.
—Eso es la Luna, sí —dijo el hombre.
—Slalunasí —repitió el ser—. Muy interesante. —Señaló el globo verde—. Sistema XI, Planeta Tres. Supongo que ustedes le llaman Tierra. La mayoría de seres que viven en el suelo utilizan ese término para designar a su planeta. Tierra —repitió.
El ulular del desconocido subió y bajó de tono, pero el hombre no consiguió distinguir nada que se pareciera ni remotamente a una palabra.
—Creo que estamos en plena clase de idiomas. Pero yo no pesco ni una.
—Muy difícil, muy difícil —dijo el ser. Señaló otra vez la Luna—. Slalunasí.
—Luna.
—Una... Comprendo, una variación. Probablemente, uno es el vocablo genérico, y otro el específico. Estamos progresando, amigo mío. Estoy seguro de que dentro de unas semanas podremos conversar. Mientras, debo cuidar de usted. Supongo que debe comer...
El ser hizo desaparecer la pantalla de la pared, colocó una caja plateada cerca de una silla-sillón, hizo un gesto al hombre para que se sentara y le ofreció el tubo que estaba conectado a la caja.
El hombre tomó el tubo y se sentó. Examinó la caja y el tubo con suspicacia, y luego golpeó el extremo del tubo contra la palma de su mano para ver lo que salía. No salió nada. Tranquilizado por el hecho de que el ser se había alimentado de una caja similar, se llevó el tubo a la boca. Inmediatamente brotó un espeso líquido, tibio, y el hombre apartó el tubo a un lado.
El líquido era completamente insípido, pero aquel breve sorbo le había infundido una sensación de bienestar. Miró al ser, el cual asintió. Se llevó de nuevo el tubo a la boca. Sorbió.
Su sensación de bienestar aumentó. Estiró las piernas y se reclinó hacia atrás. La mano que empuñaba el rifle se aflojó, y el arma cayó al suelo.
Al cabo de unos instantes, el hombre estaba profundamente dormido.
Cuando se despertó de nuevo no abrió los ojos inmediatamente. Una especie de languidez le invadía desde la cabeza a los pies. Sabía dónde estaba, pero no experimentó ningún temor. Le estaban cuidando perfectamente y no tenía nada que temer del desconocido, que parecía un ser inteligente y amistoso.
Existía el problema de regresar a la Tierra, pero podía esperar. El hombre era un solitario, sin familia ni responsabilidades, y la aventura que estaba corriendo era más apasionante que la caza.
Recordó, con los ojos todavía cerrados, que no se sentía tan satisfecho antes de alimentarse con el tubo conectado a la caja plateada. La idea le inquietó. Posiblemente, le habían drogado.
Abrió los ojos de par en par.
Su cuerpo, decapitado, estaba tendido sobre una mesa, al otro lado de la habitación.
Mientras lo contemplaba, horrorizado, el cuerpo se aplastó y se ensanchó, como si un gran peso invisible lo estuviera oprimiendo desde arriba.
El cuerpo se hizo transparente, y el hombre pudo ver las venas y los huesos. Era su propio cuerpo. Reconoció la cicatriz producida por una operación de apendicitis, que había sufrido años antes.
Pero no sintió ningún dolor.
Su cabeza debía estar enroscada a alguna parte. Podía mover los ojos, pero nada más.
Encima de él había uno de los extraños cubos plateados de la nave. Podía verlo enarcando las cejas y dirigiendo la mirada hacia arriba. Una radiación de color violáceo salía de aquel cubo y bañaba su cabeza.
Miró hacia abajo, con temor, pero no vio ni una sola gota de sangre.
En aquel momento, el desconocido entró en la habitación. No miró la cabeza; se dirigió directamente a la mesa sobre la cual yacía el aplastado y transparente cuerpo. Lo examinó con gran interés.
La mente del hombre estaba gritando de indignación y de terror. Ante su vista, situado a quince pies de distancia del decapitado cuerpo, el ser se había convertido en un monstruo diabólico. Y pensar que en un momento determinado casi había llegado a creer, que podía confiar en él...
En aquel mismo instante, el ser se volvió y se dio cuenta de que los ojos de la cabeza estaban abiertos.
—¡Está usted despierto! —exclamó, preocupado—. ¡Oh! Lo siento...
Para el hombre, la expresión del desconocido fue perversa.
—Estaba convencido de que dormiría usted hasta que hubiera acabado de examinarle —dijo el desconocido—. Distinto metabolismo, supongo.
Pareció que trataba de leer la expresión de los ojos del hombre.
—Espero que conocerá usted este invento —dijo—. Si no lo conocía, le habrá producido una enorme impresión. —Volvió a inclinarse sobre el cuerpo—. Sí, el corazón late apresuradamente y la respiración es agitada. ¡Oh! Lo siento...
Las palabras del desconocido sonaron en loa oídos del hombre como el cántico ritual de un salvaje.
—Vamos a unirle de nuevo —dijo el ser—. Sé que tiene usted la sensación de que le han cortado la cabeza y le han aplastado el cuerpo, pero en realidad se trata de una simple ilusión óptica. Esto es nuestro Diagnostican. Muy eficaz, y completamente inofensivo. Por medio de él he registrado todas las funciones de su cuerpo. Y el rayo violeta que baña su cabeza está registrando lo que puede de su cerebro. Si fuera médico, podría explicárselo mejor. Aunque entonces, desde luego, no me comprendería usted en absoluto.
El desconocido se acercó a una de las paredes y pulsó varios interruptores.
La luz violácea se apagó e inmediatamente el hombre volvió a su primitivo estado, con la cabeza unida a su tronco. Estaba tendido sobre la mesa, sin ningún peso que le aplastara, y la mesita cúbica sobre la cual había reposado su cabeza, al otro lado de la habitación, vacía.
El hombre notó un hormigueo en todo su cuerpo, como si millares de insectos se pasearan por él. Se sentó rápidamente. En el suelo, estaba su rifle.
No se detuvo a pensar por qué estaba entero otra vez, sino que saltó de la mesa y cogió el rifle.
Disparó casi a quemarropa contra el ser. Falló el tiro por una pulgada.
—Por favor —dijo el desconocido—. Yo no le he hecho a usted ningún daño.
El segundo proyectil atravesó el hombro del desconocido.
—Pero, puedo hacerle daño —advirtió el ser—. No tengo por qué tenerle consideraciones especiales. Hay millones de seres de su especie.
Levantó la mano derecha, dejando al descubierto una especie de reloj que llevaba en la muñeca.
El rifle disparó por tercera vez.
Simultáneamente, el reloj desprendió unas radiaciones y el hombre quedó muerto.
El ser se encogió de hombros.
«Podía haber sido una interesante compañía», murmuro.
Recogió el cadáver del hombre y lo tiró al expulsor de los desperdicios.

El conductor del automóvil llegó al lugar de aparcamiento próximo a la entrada del metro. La avispa estaba de nuevo pegada al cristal del parabrisas.
El hombre se sentó ante el volante, dio la vuelta a la llave del encendido, pisó el embrague, dio gas y soltó el embrague.
Aquella serie de movimientos repentinos y maquinales debieron inquietar a la avispa.
Zumbó furiosamente, y se acercó al rostro del hombre.
El hombre agitó una mano delante de su rostro.
—Mira, avispa —dijo, medio en broma, medio asustado—. No quiero hacerte ningún daño. Quédate quieta, y no te pasará nada.
La avispa voló hacia la parte trasera del automóvil y volvió a acercarse al hombre.
—¡Maldito bicho! —exclamó el hombre, y utilizó su cartera de mano para librarse del ataque.
El zumbido del insecto se hizo todavía más furioso. El hombre vio su oportunidad, y la cartera de mano aplastó a la avispa.
El hombre cogió el insecto muerto por un ala y lo tiró por la ventanilla.

Richard Wilson.

lunes, septiembre 07, 2009

Monólogo de Anton Ego sobre el rol del crítico


En muchos sentidos, la labor de un crítico es sencilla. Arriesgamos muy poco y sin embargo disfrutamos de una posición privilegiada sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su persona a nuestro juicio. Prosperamos gracias a la crítica negativa, la cual es fácil de escribir y leer. Sin embargo, la amarga verdad que debemos enfrentar nosotros, los críticos, es que en el gran orden de las cosas la pieza promedio de basura es más significativa que la crítica que la califica de esa forma.

Pero hay ocasiones en que un crítico realmente arriesga algo, y esto ocurre en el descubrimiento y defensa de lo nuevo. El mundo es a menudo cruel con los talentos nuevos, las nuevas creaciones; lo nuevo necesita amigos.

Anoche, yo experimenté algo nuevo, una cena extraordinaria proveniente de una fuente particularmente inesperada. Decir que tanto la comida como su creador han desafiado mis prejuicios acerca de la buena mesa es una grosera moderación. Lo cierto es que me han sacudido en lo más profundo de mi ser.

En el pasado, no he ocultado mi desdén hacia el famoso lema del Chef Gusteau´s: “Cualquiera puede cocinar”. Pero me he dado cuenta que sólo ahora he entendido realmente que es lo que quería decir. No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista puede venir de cualquier parte.

Resulta difícil imaginar orígenes más humildes que los del genio que cocina ahora en Gusteau´s, quien es, en la opinión de este crítico, nada menos que el mejor chef en Francia. Volveré pronto a Gusteau´s, hambriento por más.


Anton Ego
(crítico culinario en la hermosa película "Ratatouille")

sábado, agosto 22, 2009

Reflexiones aleatorias en torno al cine de Park Chan-wook


Todo arte tiene un encanto particular, único. El cine, creo, goza del valor de la integralidad. Tal vez no tenga el inspirado arrojo que puede llegar a tener la literatura o el carácter sublime que a veces alcanza la poesía, pero a través de su poderío audiovisual puede aspirar a unificar algunos de los más puros componentes del resto de las artes. Ahí radica su fortaleza. De ahí que piense que Park Chan-wook sea un cineasta por excelencia; sus filmes no intentan cumplir un rol social, impulsar debates didácticos ni complacer al público masivo, por lo menos intencionalmente, sino que ante todo son cine, vale decir, son la máxima expresión de lo que el lenguaje cinematográfico tiene a la mano. Su estilo nace a partir de un prolijo entramado estético donde juegan un rol fundamental la crudeza, el humor, la tragedia, la lírica, el ingenio y la música. ¿El resultado?: nuevos niveles de originalidad y belleza.

El mundo conoció al surcoreano Park Chan-wook con Old Boy, un brutal relato de desquite, con alguna influencia del cómic, que vino a ser la segunda parte de su famosa trilogía de la venganza. Le antecedió Sympathy for mister vengeance y le siguió Sympathy for lady vengeance. La primera brilló por su dureza y perspicacia argumental, y la tercera por su delicadeza poética. Las tres películas son independientes entre sí y sólo tienen en común la temática: la venganza. Por consiguiente, la perspectiva narrativa de cada una de ellas es muy distinta: la primera es una suerte de comedia de equivocaciones lúgubre y feroz; la segunda, una historia bestialmente épica en la que Chan-wook alcanza su apogeo estético y seduce a las masas; y la tercera, un drama apasionado, violento y trágico con una cinematografía cuya exquisitez pone los pelos de punta.


Es habitual que los cineastas de estirpe eludan la pregunta en relación al estilo; David Fincher dice que más que proporcionar un estilo lo que hace es solucionar los problemas de una determinada manera, y David Lynch, a propósito de este tema, compara su cine con la apreciación de la pintura. Park Chan-wook plantea que lo primero es la historia y que luego se puede pensar en un revestimiento estético que calce. Bonita respuesta la del realizador surcoreano, pero claro que hay elementos estilísticos que se repiten en su cine. De entre ellos destaca la música, especialmente el vals, cuyas propiedades volubles y dolientes fomentan el matiz trágico que siempre quiere proponer; véase, por ejemplo, aquella escena de Old boy donde el antagonista suelta la mano de su amada con esa desgarradora melodía de fondo. El humor también tiene un lugar de privilegio en sus filmes; un humor espinoso, a ratos macabro, que entra en las circunstancias más inconvenientes. Todo, por supuesto, engalanado de un montaje vertiginoso y a veces caótico, una fotografía dotada de hermosura, una dirección de arte bellamente contrastada y un trabajo de cámaras audaz y depurado.

La crudeza también parece ser indispensable en sus historias, dando cuenta de una percepción algo despiadada de la realidad. Y tal como lo ha hecho David Cronenberg, Chan-wook sitúa a la violencia como parte de nuestros códigos genéticos, como un instinto indomable. Al margen de la trilogía de la venganza, esta visión gráfica de la crueldad se refleja en Joint Security area y Cut. La primera es un thriller bélico, al estilo Park Chan-wook, situado en el conflicto entre las dos Coreas; la cinta se centra en el problema que se genera cuando se hallan los cadáveres de dos soldados norcoreanos en su área de seguridad compartida. Cut, por su parte, es un delirante cortometraje de unos treinta minutos de duración que formó parte de la película Three extremes; una cinta que reúne tres relatos desquiciados dirigidos por Fruit Chan, Takashi Miike y Park Chan-wook. La colaboración del cineasta que nos convoca es la narración de una ingeniosa tortura propinada a un director de cine exitoso por parte de un extra descontento.



La película que viene a configurar cierto giro en el cine de este realizador surcoreano es, sin duda, I’m a cyborg but that’s ok. Este filme le sigue a la trilogía de la venganza y potencia un tono presente pero subrepticio en su filmografía: el amor, la ternura, la humanidad o como quiera vérsele. Lógicamente, Chan-wook no abandona sus convicciones dramáticas, narrativas ni estéticas y crea una pieza de una belleza altísima. Puede que la historia se pierda en medio de la fabulosa maraña visual que nos regala, pero no importa; el mensaje se entiende y el resto es disfrutar del simbólico panorama audiovisual que brota de la pantalla. Esta vez Park Chan-wook nos plantea una suerte de apología a la pureza por medio de un universo muy significativo: la cotidianeidad de los pacientes de un manicomio. Por supuesto que está presente la tragedia, el humor, la gloriosa música y todas esas cosas que ya señalé; pero por sobretodo, se trata de una película que a través de una estética colorinche, luminosa y alegórica quiere irradiar nobleza y optimismo.

Lo último de Park Chan-wook se llama Thirst, un filme que cuenta la historia de un sacerdote que se convierte en vampiro. La película se estrenó el 30 de abril de este año en Corea del Sur y por estas tierras lo más probable es que llegue directamente a dvd en una fecha aún lejana. Eso sí, el trailer se ve muy atractivo y genera grandes expectativas, tanto en lo visual como en la temática. Seguramente será otro acierto, pero mientras no tenga el placer de verla sólo puedo sacar en claro una cosa: la constante búsqueda creativa que Park Chan-wook ha emprendido con su cine.


Terminemos diciendo que la filmografía de este cineasta surcoreano se descubre con el más profundo deleite por el amante del séptimo arte. Y cómo no, si sus películas son prolijas amalgamas construidas con los componentes justos y en la medida precisa. Por lo demás, la perfecta paradoja que reviste a su cine deja un placentero sabor de boca en el espectador. Me refiero a que, por un lado, sus historias son oscuras y trágicas, así como también lo son sus personajes, quienes deambulan la delgada línea entre la locura y la cordura, buscando una especie de redención liberadora y retorcida. Pero por otro lado, el humor negro, el montaje enérgico y la estética luminosa expresan todo lo contrario. La música, por su parte, se sitúa en el medio, a modo de contrapeso. En consecuencia, se genera un aire poético y alucinado que brinda un carácter épico a sus filmes, alcanzando esa belleza que sólo el cine puede tocar.


Nota: Si quiere puede leer este texto AQUÍ.

jueves, agosto 06, 2009

La sombra


La sombra

Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII)


Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.


Edgar Allan Poe.

domingo, julio 05, 2009

Eerie Indiana



¿Alguien se acuerda de esta serie infanto-juvenil del año 91' que evocaba a Twin Peaks y La dimensión desconocida?


Nostalgia pura.

miércoles, junio 24, 2009

Entrevista a Park Chan-wook

La película que con más fervor espero este año es, sin duda, Thirst de Park Chan-wook. Una película donde el protagonista es un cura que se convierte en vampiro. Hace rato que se estrenó en su país de origen (Corea del Sur), pero no hay ninguna señal de su llegada a Chile. Claro, puede que esté en internet, pero no quiero verla en avi; me gustaría verla en una sala de cine o al menos en calidad de dvd en el televisor más grande de la casa. El cine de Park Chan-wook es cine por antonomasia, por excelencia. Sus películas no se reducen a afanes sociales, ideológicos, económicos o de otra índole, sino que simplemente son buenas historias contadas con todo lo que el lenguaje cinematográfico puede proveer. Y cuando digo todo, es todo, dando una potencia estremecedora a sus filmes. De ahí que lo considere dentro de los mejores cineastas vivos y quiera ver sus cintas en el mejor formato posible.

Por ahora, les ofrezco esta gran entrevista que encontré en youtube mientras buscaba el trailer traducido de Thirst.

jueves, junio 11, 2009

Stephen King en la pantalla, el lado B (texto en 60watts.net)


Cada cierto tiempo vuelvo a S. King y a su mundillo, cual nieto ingrato que visita a su abuelo de vez en cuando. En esta ocasión quise hablar un poco de su relación con el cine, más precisamente con los telefilmes y miniseries: un universo bizarro y de bajo presupuesto, pero encantador. Una de las tantas facetas de la obra del indiscutido maestro del terror. El texto fue publicado en el sitio web 60watts.net, comandado por el bloguero Diego Zúñiga; una gran página en la que podrán encontrar críticas, columnas, creaciones, entrevistas, etcétera.

Lea mi texto AQUÍ. Y, a modo de bonus track, les dejo los trailers de las cintas y series que comenté:

The Tommyknockers
The langoliers
La tormenta del siglo
Nightmares and dreamscapes
Desesperación

jueves, junio 04, 2009

6 minicríticas

Asfixia: Tras la impecable y enaltecedora adaptación de la novela de Chuck Palahniuk “Fight club”, por parte de David Fincher, se esperaba algo así con el primerizo cineasta (pero veterano actor) Clark Gregg y su rodaje de “Asfixia”: la más importante novela de Chuky. Por desgracia se queda corta, tanto narrativa como estéticamente. “Asfixia”, lamentablemente, resulta ser una comedia ligera cuyos dotes radican en la suspicacia del argumento que le sirve de base más que en su lenguaje visual. Claro, es graciosa, es satírica y el protagonista está bien elegido (Sam Rockwell); el problema está en que el potencial de “Choke” (una novela que habla de un adicto al sexo, posiblemente descendiente de Jesucristo y que se asfixia en restaurantes para conseguir afecto) era muchísimo más explotable.

En busca de un beso de medianoche: Un tipo solitario quiere compañía en la noche de año nuevo y busca pareja en Internet. Punto. El filme está bien ejecutado: diálogos con ritmo, romanticismo bien ponderado, buena música. Además, la imagen está en blanco y negro y se genera una atmósfera más pulcra, tal vez más bella. El talón de Aquiles está en la falta de matices de la pareja protagónica: un tipo solitario, sólo eso, y una chiquilla pueblerina con afanes de ser estrella. Muy cliché. La cinta funciona, pero me pateó un poco eso. Otra cosa: ¿por qué tienen que ser tan bonitos? ¿La gente de aspecto promedio no puede protagonizar una película romántica? Aparte resuena mucho “Antes del amanecer” y, de caer en la comparación, “En busca de…” no logra superarla.

La duda: El origen teatral de este filme justifica por completo la elección del reparto. Se requería presencia, y quienes más precisos que Meryl Streep y Philip Seymour Hoffman. Lo mejor del filme está en el poder de las interpretaciones, lejos. Hay unos diálogos muy potentes. La cinta habla de prejuicios, de conservadurismos exacerbados y, por supuesto, de la naturaleza de la duda. El principio jurídico de la presunción de inocencia plantea que el imputado debe ser tratado como inocente hasta que se demuestre lo contrario, pero en la vida diaria esto no siempre ocurre y un poco de eso trata el filme. Además, funciona como película de misterio; de hecho, la fotografía y la dirección de arte fomentan ese matiz policial.

Taken: De vez en cuando es impagable sentarse frente al televisor o en la butaca de un cine y simplemente dejarse llevar por una historia que te atrape. Da lo mismo si habla de la vida o de la muerte, o de lo humano o lo divino, o si captura de algún modo la belleza. Taken es una película de acción y suspenso bien hecha. Nada más. No pone al género en un nuevo nivel ni brinda al cine un gran aporte, pero divierte. Jugando con un par de clichés y manejando muy bien esa fina sensación que es el suspenso, el filme hace que nos olvidemos de nuestros quehaceres por una hora y media y con eso me doy por pagado. ¿La trama?: un espía deja su trabajo para estar cerca de su hija, pero ella es raptada y tendrá que usar toda su experticie y amor de padre para recuperarla. Qué lindo, ¿no?

Vicky Cristina Barcelona: En este filme, Woody Allen sigue hablándonos de la psicología humana, de los instintos básicos, de las mujeres fatales y, en definitiva, de sus obsesiones. La trascendencia de la película radica en la suspicacia con que plantea los conflictos sentimentales, los diálogos y la trama de acciones. Además del impecable manejo del absurdo en las relaciones humanas. Todo revestido de erotismo y picardía. A propósito del filme se habló mucho del rol de Barcelona, pero para mí, tal como ocurre con Nueva York en sus otras películas, la ciudad simplemente es un escenario adecuado y no necesariamente implica mostrar una identidad cultural; a diferencia de otras películas donde sí es fundamental (Slumdog millionare, por ejemplo). Si bien la cinta no se sitúa dentro de los grandes logros de Woody, podría decirse que es un delicioso postre preparado por él con sus ingredientes favoritos.

Halloween, el origen: Nunca fui fanático de la versión original. Quise ver este remake por una sola razón: lo dirigía el macabro Rob Zombie. La cinta antigua, al margen de la mística que generó en la época, no tenía mucho brillo, pero Zombie generaba grandes expectativas (sus dos filmes anteriores las justificaban). Me imaginé que lograría suspenso, escenas crudas, gore del bueno, etcétera. Lamentablemente, la película resulta tediosa y decepcionante. Algunos dicen que hizo lo que pudo con una historia bastante plana, pero estoy seguro que si le pasamos el filme más aburrido del mundo a Tarantino haría algo divertido. Por algo se llama REMAKE (rehacer). Me defraudaste, Rob Zombie. Te tenía más fe.

miércoles, mayo 27, 2009

H1N1 según Stephen King


Lea este cuento de los años setenta y saque sus propias conclusiones.


MAREJADA NOCTURNA

Por Stephen King.

Cuando el tipo estuvo muerto y el olor de su carne quemada se hubo despejado del aire, volvimos todos a la playa, Corey tenía su radio, uno de esos aparatos de transistores del tamaño de una maleta que se cargan con cua­renta filas y que también pueden grabar y reproducir cintas magnetofónicas. En verdad la calidad del sonido no era excepcional, pero, eso sí, era potente. Corey había sido rico antes de la A6, pero esos detalles ya no interesa­ban. Incluso esta enorme radio-magnetófono no era más que un hermoso trasto. En el aire sólo quedaban dos emi­soras de radio que podíamos sintonizar. Una era la WKDM de Portsmouth, con un disco-jockey palurdo que padecía delirios religiosos. Ponía un disco de Johnny Ray, leía un pasaje de los Salmos (sin omitir ningún Selah, como James Dean en Al este del Edén), y después llo­raba un poco más. Siempre la misma jarana. Un día can­tó Bringing in the Sheaves con una voz quebrada y gangosa que nos puso histéricos a Needles y a mí.
La emisora de Massachusetts era mejor, pero sólo sintonizábamos por la noche. La controlaba una pandilla de chicos. Supongo que se apoderaron de los equipos de transmisión de la WRKO o la WBZ después de que todos partieron o murieron. Sólo empleaban siglas chistosas, como WDROGA o KOÑO o WA6 o cosas parecidas. Muy graciosos de veras..., como para morirse de risa. Ésa era la que escuchábamos al volver a la playa. Yo le había cogido la mano a Susie; Kelly y Joan marchaban delante de nosotros, y Needles ya había pasado la cresta del pro­montorio y se había perdido de vista. Corey marchaba a retaguardia, balanceando la radio. Los Stones cantaban Angie.
—¿Me amas? —me preguntó Susie—. Eso es lo único que quiero saber, ¿me amas? —Susie necesitaba que la re­confortaran constantemente. Yo era su osito de juguete.
—No —respondí. Susie estaba engordando, y si vivía el tiempo suficiente se pondría realmente fofa. Ya era de­masiado pomposa.
—Eres una basura —dijo, y se llevó la mano a la cara. Sus uñas laqueadas refulgieron fugazmente bajo la me­dia luna que había asomado hacía media hora.
—¿Vas a llorar otra vez?
—¡Cierra el pico! —contestó ella. Sí, me pareció que iba a echarse a llorar de nuevo.
Llegamos a la cresta y nos detuvimos. Siempre tengo que detenerme. Antes de la A6 ésta había sido una playa pública. Turistas, grupos que organizaban picnics, chi­quillos con los mocos colgando y abuelas gordas y flacci­das con los hombros quemados por el sol. Envoltorios de caramelos y palitos de pirulines en la arena, toda la bella gente magreándose sobre sus mantas de playa, más el olor de los tubos de escape del aparcamiento, de las algas marinas, del aceite «Coppertone».
Pero ahora la bazofia y la mierda habían desapareci­do. El océano lo había devorado todo, absolutamente todo, con la misma indiferencia con que uno podría de­vorar un puñado de «Cracker Jacks». No había gente que pudiera volver a ensuciar la playa. Sólo nosotros, y no éramos tantos como para hacer demasiado estropicio. Y creo que además estábamos enamorados de la playa. ¿Acaso no acabábamos de tributarle una especie de sa­crificio? Incluso Susie, la putilla Susie con su culo gordo y sus pantalones «Oxford».
La arena era blanca y ondulada, y sólo estaba altera­da por el límite más alto de la pleamar: una franja sinuo­sa de algas, conchas marinas y resaca. La luna proyecta­ba negras sombras semicirculares y pliegues sobre todos los elementos. La torre abandonada del salvavidas se al­daba blanca y esquelética a unos cincuenta metros de las casetas de baño, apuntando al cielo como la falange de un dedo.
Y la marejada, la marejada nocturna, que despedía grandes trombas de espuma, y que estallaba contra los acantilados hasta donde alcanzaba la vista, con incesan­tes embates. Quizá la noche anterior esas mismas aguas habían estado a mitad de trayecto de Inglaterra.
«Angie por los Stones —anunció la voz quebrada de la radio de Corey—. Estoy seguro de que os agradará, un eco del pasado que suena como los dioses, directamente del surco, un disco que gusta. Os habla Bobby. Ésta de­bería haber sido la noche de Fred, pero Fred tiene la gri­pe. Está completamente hinchado.»
Susie eligió ese momento para reír, aunque las lágri­mas todavía le colgaban de las pestañas. Apresuré la mar­cha hacia la playa para hacerla callar.
—¡Esperad! —gritó Corey—. ¿Bernie? ¡Eh, Bernie, aguarda!
El tipo de la radio leía unas coplillas obscenas, y se oyó en el fondo la voz de una chica que le preguntaba dónde había dejado la cerveza. Él contestó algo, pero no­sotros ya habíamos llegado a la playa. Miré atrás para ver cómo se las ingeniaba Corey. Se deslizó sobre el culo, como de costumbre, y me pareció tan ridículo que lo compadecí un poco.
—Corre conmigo —le dije a Susie.
—¿Por qué?
Le di una palmada en las nalgas y chilló.
—Sólo porque se me antoja.
Corrimos. Ella se quedó rezagada, resollando como un caballo y pidiéndome a gritos que acortara el paso, pero yo me la quité de la cabeza. El viento zumbaba en mis oídos y me hacía flamear el pelo sobre la frente. Olía la sal de la atmósfera, penetrante y acre. Restallaba la marejada. Las olas parecían una espuma de cristal negro. Me quité las sandalias de goma, con sendos puntapiés, y corrí descalzo por la arena, sin que me inquietara el pin­chazo ocasional de una concha. Me bullía la sangre.
Y entonces vi la tienda. Needles ya estaba dentro y Kelly y Joan estaban al lado, cogidos de la mano y mi­rando el agua. Hice una cabriola, sentí que la arena se co­laba por el cuello de mi camisa y aterricé junto a las piernas de Kelly. Éste cayó encima de mí y me frotó la cara con arena mientras Joan reía.
Nos levantamos y nos sonreímos. Susie había dejado de correr y se acercaba pesadamente a nosotros. Corey casi la había alcanzado.
—Qué fogata —comentó Kelly.
—¿Crees que vino desde Nueva York, como dijo? —preguntó Joan.
—No lo sé.
Tampoco me parecía que importara. Cuando lo encon­tramos, semidesvanecido y delirando, estaba tras el volante de un gran «Lincoln». Su cabeza tumefacta tenía el tamaño de un balón de fútbol y su cuello parecía una salchicha. Es­taba en las últimas y de todos modos no iría demasiado le­jos. Así que lo llevamos al promontorio que se alza sobre la playa y lo quemamos. Dijo que se llamaba Alvin Sackheim. Llamaba constantemente a su abuela. Confundía a Susie con su abuela. Esto le pareció gracioso a Susie, quién sabe por qué. Las cosas más raras le parecen graciosas.
Fue a Corey a quien se le ocurrió la idea de quemarlo, pero todo empezó como un chiste. Él había leído en la Universidad muchos libros sobre brujería y magia negra, y no cesaba de hacemos muecas en la oscuridad, junto al «Lincoln» de Alvin Sackheim, diciendo que si ofrecíamos un holocausto a los dioses tenebrosos quizá los espíritus seguirían protegiéndonos de la A6.
Por supuesto, ninguno de nosotros creía en tal patra­ña, pero la conversación se tornó cada vez más seria. Era una nueva distracción, y finalmente nos pusimos de acuerdo y lo hicimos. Lo atamos al telescopio de obser­vación que estaba montado allí, ése con el que puedes ver todo el paisaje hasta el faro de Portland, si echas una mo­neda en un día despejado. Lo atamos con nuestros cinturones y después fuimos a buscar ramas secas y trozos de resaca, como niños que jugaran a una nueva versión del escondite. Mientras tanto, Alvin Sackheim estaba recos­tado allí y le murmuraba a su abuela. Los ojos de Susie se pusieron muy brillantes y respiraba agitadamente. La es­cena la excitaba mucho. Cuando nos metimos en el ca­ñón que está del otro lado del promontorio se apoyó con­tra mí y me besó. Llevaba demasiado carmín y fue como besar una chapa grasienta.
La aparté y fue entonces cuando empezó a hacer pu­cheros. Volvimos, todos, y apilamos las ramas secas has­ta la cintura de Alvin Sackheim. Needles encendió la pira con su «Zippo» y se inflamó rápidamente. Por fin, apenas un momento antes de que se le incendiara el pelo, el tipo empezó a chillar. En el aire flotaba un olor parecido al del cerdo dulce de las comidas chinas.
—¿Tienes un cigarrillo, Bernie? —preguntó Needles.
—Tienes unos cincuenta cartones a tus espaldas. Sonrió y le dio un manotazo a un mosquito que le es­taba picando en el brazo.
—No tengo ganas de moverme.
Le di un cigarrillo y me senté. Susie y yo habíamos conocido a Needles en Portland. Estaba sentado sobre el bordillo de la acera frente al «Slate Theater», tocando melodías de Leadbelly con una vieja y enorme guitarra «Gibson» que había robado en alguna parte. El sonido reverberaba de un extremo a otro de Congress Street como si estuviera tocando en una sala de conciertos.
Susie se detuvo delante de nosotros, todavía jadeante.
—Eres un desgraciado, Bernie.
—Por favor, Susie. Da vuelta al disco. Esa cara apesta.
—Cerdo. Estúpido hijo de puta. Insensible. ¡Crápula!
—Vete o te arrearé en un ojo, Susie —dije—. Te lo juro.
Se echó a llorar de nuevo. Ésa era su especialidad. Co­rey se acercó y trató de rodearla con el brazo. Susie le pegó un codazo en la ingle y él le escupió en la cara.
—¡Te mataré! —le acometió, chillando y llorando, ha­ciendo girar las manos como aspas. Corey retrocedió y estuvo a punto de caer, y después dio media vuelta y huyó. Susie lo siguió, profiriendo procacidades histéri­cas. Needles echó la cabeza hacia atrás y se rió. El ruido de la radio de Corey nos llegó débilmente por encima del de la marejada.
Kelly y Joan se habían alejado. Los vi caminar junto al borde del agua, ciñéndose recíprocamente la cintura con los brazos. Parecían salidos de uno de esos anuncios que hay en los escaparates de las agencias de viajes: Vo­lad a la paradisíaca St. Lorca. Estupendo. Disfrutaban mucho.
—¿Bernie?
—¿Qué quieres?
Me senté y fumé y pensé en Needles: levantando la tapa de su «Zippo», accionando la ruedecilla, prendiendo fuego con pedernal y acero como un troglodita.
—La he pescado —dijo Needles.
—¿De veras? —Lo miré—. ¿Estás seguro?
—Claro que sí. Me duele la cabeza. Me duele el estó­mago. Siento un ardor al orinar.
—Quizás es sólo la gripe de Hong Kong. Susie tuvo la gripe de Hong Kong. Ya pedía una Biblia. —Me reí. Eso había sucedido cuando aún estábamos en la Universidad, más o menos una semana antes de que la clausuraran de­finitivamente, un mes antes de que empezaran a cargar los cadáveres en camionetas de volquete y a enterrarlos en fosas comunes con palas mecánicas.
—Mira. —Encendió una cerilla y la colocó bajo el án­gulo de su quijada. Vi las primeras manchas triangulares, la primera hinchazón. Sí, era la A6.
—De acuerdo —asentí.
—No me siento muy mal —comentó—. Psicológica­mente, quiero decir. Tu caso es distinto. Tú piensas mu­cho en eso. Me doy cuenta.
—No, no pienso en ello —mentí.
—Claro que piensas. Y en el tipo de esta noche. Tam­bién piensas en eso. Es probable que le hayamos hecho un favor, en última instancia. Creo que no se dio cuenta de lo que sucedía.
—Sí, se dio cuenta.
Needles se encogió de hombros y se volvió.
—No importa.
Fumamos y yo miraba cómo las olas iban y venían. Needles estaba en las últimas. Eso hacía que todo volvie­ra a asumir contomos muy reales. Ya estábamos a fines de agosto y dentro de un par de semanas se insinuarían los primeros fríos de otoño. Sería hora de buscar abrigo en alguna parte. Invierno. Probablemente cuando llegara la Navidad estaríamos todos muertos. En una sala ajena, con el costoso radio-magnetófono de Corey colocado so­bre una biblioteca de libros condensados del Reader's Di-gest mientras el débil sol de invierno proyectaba sobre la alfombra las absurdas formas de los marcos de las venta­nas.
La imagen fue lo suficientemente nítida como para hacerme temblar. En agosto nadie debería pensar en el invierno. Es como sentir pisadas sobre la propia tumba.
Needles se rió.
—¿Has visto? Tú sí que piensas en eso. ¿Qué podía contestar? Me levanté.
—Iré a buscar a Susie.
—Quizá somos los últimos habitantes de la Tierra, Bernie. ¿Has pensando en ello alguna vez?
Bajo la tenue luz de la luna ya parecía medio muerto, con sus ojeras y sus dedos pálidos, inmóviles, semejantes a lápices.
Me acerqué al agua y paseé los ojos sobre ella. No ha­bía nada para ver, excepto los lomos inquietos y movedi­zos de las olas, rematados por delicados copetes de espu­ma. Allí el fragor de las rompientes era tremendo, más descomunal que el mundo. Como si estuvieras en medio de una tormenta eléctrica. Cerré los ojos y me mecí sobre los pies descalzos. La arena estaba fría y apelmazada. ¿Qué importaba si éramos los últimos habitantes del mundo? Eso continuaría mientras hubiera una Luna que ejerciera su atracción sobre el agua.
Susie y Corey estaban en la playa. Susie lo cabalgaba como si él fuera un semental brioso, y le metía la cabeza bajo el agua bullente. Corey manoteaba y chapoteaba. Ambos estaban empapados. Me acerqué a ellos y derribé a Susie con el pie. Corey se alejó a gatas, escupiendo y re­sollando.
—¡Te odio! —me gritó Susie. Su boca era una oscura media luna sonriente. Parecía la entrada del barracón de la risa de un parque de diversiones. Cuando yo era niño mi madre nos llevaba a mí y a mis hermanos al Hamson State Park y allí había un barrancón de la risa con una enorme cara de payaso en el frente, y la gente entraba por la boca.
—Vamos, Susie. Arriba, perrilla. —Le tendí la mano. Ella la cogió dubitativa y se levantó. Tenía arena húmeda pegada a la blusa y la piel.
—No deberías haberme empujado, Bemie. No te per­mitiré...
—Vamos —repetí. No parecía un tocadiscos mecáni­co: no hacía falta echarle monedas y no se desconectaba nunca.
Caminamos por la playa hasta la concesión principal. El hombre que administraba el establecimiento tenía un pisito en la planta alta. Había una cama. Susie no se me­recía realmente una cama, pero Needles tenía razón. No importaba. Ya nadie controlaba el juego.
La escalera estaba adosada a la pared lateral del edifi­cio, pero me detuve un minuto para mirar por la ventana rota las mercancías polvorientas que había dentro y que ya nadie se molestaba en robar: pilas de camisetas de­portivas (con la leyenda «Anson Beach» y una imagen de cielo y olas estampada en el pecho), pulseras resplande­cientes que dejaban verde la muñeca al segundo día, bri­llantes pendientes de pacotilla, balones de playa, tarjetas de visita mugrientas, vírgenes de cerámica mal pintadas, vómito plástico (¡Muy realista! ¡Pruébelo con su esposa!), ruegos artificiales para un Cuatro de Julio que nunca se celebró, toallas de playa con una chica voluptuosa en bi­kini rodeada por los nombres de un centenar de famosos centros turísticos, gallardetes (Recuerdo de la playa y el parque Anson), globos, bañadores. En el frente había un snack bar especial con un gran cartel que decía: PRUE­BE NUESTRO PASTEL ESPECIAL DE MARISCOS.
Yo frecuentaba mucho Anson Beach cuando aún era alumno de la escuela secundaria. Eso fue siete años antes de la A6 y cuando andaba con una chica llamada Maureen. Una chica fornida. Usaba un bañador rosado a cua­dros. Acostumbraba a decirle que parecía un mantel. Ca­minábamos por la acera de tablas que pasaba frente a ese establecimiento, descalzos, con la madera caliente y are­nosa bajo los talones. Nunca probamos el pastel especial de mariscos.
—¿Qué miras?
—Nada.


Tuve sueños feos y llenos de sudor en los que aparecía Alvin Sackheim. Estaba recostado tras el volante de su reluciente «Lincoln» amarillo, hablando de su abuela. No era nada más que una cabeza tumefacta, ennegrecida, y un esqueleto carbonizado. Olía a quemado. Hablaba sin cesar y después de un rato ya no pudo pronunciar ni una palabra. Me desperté jadeando.
Susie estaba despatarrada sobre mis muslos, pálida y abotargada. Mi reloj marcaba las 3.50, pero se había pa­rado. Afuera aún estaba oscuro. La marejada golpeaba y estallaba. Pleamar. Aproximadamente las 4.15. Pronto amanecería. Me levanté de la cama y fui hasta la puerta. La brisa marina me produjo una sensación agradable al acariciar mi cuerpo caliente. A pesar de todo no quería dormir.
Me encaminé hacia un rincón y cogí una cerveza. Ha­bía tres o cuatro cajones de «Bud» apilados contra la pa­red. Estaba tibia porque no había electricidad. Pero no me disgustaba la cerveza tibia, como a otras personas. Sólo produce un poco más de espuma. La cerveza es cer­veza. Salí al rellano y me senté y tiré de la anilla de la lata y bebí.
Ésa era, pues, la situación: toda la raza humana ani­quilada, pero no por las armas atómicas ni por la guerra biológica ni por la contaminación ni por nada portento­so. Soto por la gripe. Me habría gustado colocar una in­mensa placa en alguna parte. Quizás en las salinas de Bonneville. La Plaza de Bronce. De cuatro kilómetros y medio de longitud por cada lado. Y diría en grandes le­tras en altorrelieve, para información de cualquier extra-terrestre recién llegado: SÓLO LA GRIPE.
Arrojé la lata de cerveza por encima de la baranda. Se estrelló con un ruido metálico hueco contra la acera de cemento que rodeaba el edificio. La tienda era un trián­gulo oscuro sobre la arena. Me pregunté si Needles esta­ba despierto. Y yo lo estaría.
—¿Bernie?
Susie estaba en el umbral, y se había puesto una de mis camisas. Esto es algo que aborrezco. Suda como un cerdo.
—Ya no te gusto mucho, ¿verdad, Bemie? No contesté. Había momentos en que todavía podía
apiadarme de todo. Ella no me merecía a mí así como yo
no la merecía a ella.
—¿Puedo sentarme contigo?
—Dudo que haya espacio suficiente para los dos. Dejó escapar un hipo ahogado y se encaminó nueva­mente hacia dentro.
—Needles tiene la A6 —anuncié.
Se detuvo y me miró. Sus facciones no reflejaban la menor expresión.
—No bromees, Bemie. Encendí un cigarrillo.
—¡No es posible! Tuvo la...
—Sí, tuvo la A2. La gripe de Hong Kong. Como tú y yo y Corey y Kelly y Joan.
—Pero eso significaría que no es...
—Inmune.
—Sí. Entonces nosotros podríamos enfermar.
—Quizá mintió cuando juró que había tenido la A2.
Para que lo dejáramos venir con nosotros —dije. Su rostro se distendió.
—Claro, eso es. Yo también habría mentido, en esa si­tuación. A nadie le gusta estar solo, ¿verdad? —Vaciló—. ¿Quieres volver a la cama?
—Aún no.
Susie entró. No hacía falta que le dijera que la A2 no era una garantía contra la A6. Ella lo sabía. Se había li­mitado a bloquear la idea. Me quedé sentado, mirando la marejada. Era verdaderamente la pleamar. Hacía algu­nos años, Anson había sido el único lugar decente de todo el Estado para practicar surf. El promontorio era una jiba oscura y sobresaliente que se recortaba contra el cielo. Me pareció ver el saliente que hacía las veces de atalaya, pero probablemente eso sólo fue obra de mi ima­ginación. A veces Kelly llevaba a Joan al promontorio. No creía que esa noche estuvieran allí arriba.
Metí la cara entre las manos y palpé la piel, su textu­ra. Todo se comprimía con tanta rapidez y era tan mez­quino... sin ninguna dignidad.
La marejada subía, subía. Sin límites. Limpia y pro­funda. Maureen y yo habíamos ido allí en verano, des­pués de salir de la escuela secundaria, en el verano que precedió a la Universidad y a la realidad y a la A6 que ha­bía llegado del sudeste de Asia y que había cubierto el mundo como un palio, y entonces comimos pizza, escu­chamos la radio, yo le unté la espalda con aceite, ella untó la mía, el aire estaba caliente, la arena brillante, el sol como un espejo cóncavo capaz de incendiar el mundo.

domingo, mayo 24, 2009

Drag me to hell




Quien haya visto la trilogía de horror Evil Dead, de Sam Raimi, estará ansioso por la arribada de Drag me to hell a las salas de cine locales. Y cómo no, si es la vuelta del cineasta de Spider man al género donde hizo historia, donde creó escuela: el terror. En Estados Unidos se estrena el 29 de mayo, así que acá tendremos que esperar por lo bajo un mes y algo para verla en la pantalla grande (como Dios manda). Los afortunados que han podido verla por adelantado hablan de una joyita, ojalá sea así. Al menos el trailer y el poster están de lujo. De paso, les aviso que Sam Raimi ya está preparando la cuarta entrega de Spider man y de Evil Dead.

martes, mayo 19, 2009

¿Qué yace bajo la sombra de la estatua?


"El que nos salvará a todos" (Ille qui nos omnes servavit).


Es decir, Johnny "Mesías" Locke.
Le pongo la firma.

sábado, mayo 02, 2009

Bugcrush



Bugcrush es un cortometraje de Carter Smith con el que me topé en el canal i-sat y que me pareció genial. Quedé algo shockeado después de verlo, en serio; es angustioso, lúgubre, perturbador. En google, por supuesto, supe que ganó varios premios internacionales, entre ellos el de sundance al mejor cortometraje, y que gracias a la reputación que Carter Smith conquistó por Bugcrush dirigió una película de terror llamada Las ruinas.

El cortometraje completo pueden verlo aquí: Bugcrush. Dejo claro que dura 36 minutos y que no tiene subtítulos, pero realmente vale la pena chequearlo.

lunes, abril 20, 2009

Hipérbole


Seré honesta, no tiene sentido no serlo. Aquí va: soy terrible y espantosamente fea. Un esperpento, por decirlo así. A mi lado el hombre elefante es Brad Pitt. Lamentablemente, vivo en un mundo donde soy lo opuesto a lo que las convenciones sociales consideran bello y lo tengo más que claro. ¡Soy horrible! La cultura me ha determinado como un ser humano de segunda clase y he aprendido a aceptarlo, pero ojo: no a compartirlo. Lo peor de todo es que soy más cachonda que prostituta en cautiverio y nadie me pesca. Lástima, para el mundo, que hay un problema con marcar a la gente: te da la autoridad moral para devolver la mano. No se trata de venganza, se trata de compensación. Soy mujer, ¡por Dios Santo! ¡Tengo necesidades! ¿Alguien me va a culpar por lo que hice? ¿Alguien se atrevería a hacerlo? Imagínense: llego a estar verde de caliente y me dicen que va a haber una fiesta donde regalan alcohol. ¿Qué es lo primero que pensaré? ¡Obvio! Hombres borrachos dispuestos a comerse lo que sea. Incluso a mí, la muñeca del diablo. Llegué a la famosa fiesta, algo ebria, a eso de las dos de la madrugada. ¿Acaso me juzgan por estar ebria? ¡Lo hago por salud mental! ¡Entiéndanlo, insensatos de mierda! ¡Soy un monstruo! Lo vi vagando sin rumbo, ido. Era mi tipo, porque todos son mi tipo. Compartimos un cigarro y lo embestí con un beso. Se resistió un poquito, sólo un poquito. Era perfecto. Estaba tan borrado que no se daba cuenta con quién estaba ni dónde estaba; simplemente me siguió el amén. ¿Se le pararía? Creí que sí. Recé por que sí. Le tomé la mano y lo guié a mi automóvil. Le di unas cervezas para mantenerlo así, tal cual. Me detuve en un motel, pagué, lo llevé a la pieza. Me desvestí, desesperada. Lo desnudé y lo manoseé como loca. Él creía estar en un sueño vago, supongo. Apenas me tocaba y yo casi convulsionaba. Endemoniada, me abalancé a su verga y la succioné bordeando el llanto. Fui feliz, tristemente feliz. Me regodeé de su textura y de su aroma costero como un animal hambriento. Pero su sexo no despertaba y ni siquiera era capaz de moverse: se había quedado dormido. Ejecuté el plan B, el riesgoso plan B. Saqué de mi cartera una tira de pastillas azules, las molí, las deposité en un vaso de cerveza. Lo despojé de su sueño y lo forcé a ingerir el brebaje, todito. No fue difícil: su fuerza de voluntad había aterrizado a cero, como un juguetito. El bate que creció en su ingle lo despabiló un tanto y trató de huir: bajó de la cama, cayó al suelo, se arrastró hacia la puerta del cuarto. Estaba atolondrado y lento. Por un instante sentí compasión, pero no duró mucho. Toda guerra trae víctimas, así que continué. Repito: no se trata de venganza, se trata de compensación. Inmisericorde, amarré sus brazos y sus piernas a cada uno de los extremos de la cama y cubrí su boca con cinta adhesiva. ¿Me culpan? ¿En realidad me culpan? Soy un resultado, una estadística, karma puro. La historia del hombre me adeuda una indemnización por daño moral y simplemente la estaba cobrando. Cabalgué sus genitales, cerré los ojos, soñé que alguien me tenía ganas. El autoengaño era la única posibilidad de depositar el amor que me sobraba a raudales, la única posibilidad de sentirme persona y no parásito, aunque sea por un rato. Alcancé un orgasmo y volví a mi patetismo, de golpe. Miré su rostro de pelmazo ebrio y lo supe: estaba muerto. Infarto por sobredosis, dijo el forense en la audiencia en que se me acusó de violación y cuasidelito de homicidio. ¿Por qué no nací en una tribu indígena? ¿Por qué no nací en alguna época con otros cánones de belleza? ¿Por qué no nací en otro planeta? ¿Por qué nací? Estoy en la cárcel, esta suerte de domo social, y pienso que me encuentro en el lugar donde se suponía que estuviera, por lo menos en este mundo o en esta vida. Cada día me miro al espejo e intento no desfallecer: soy obesa, mido un metro y medio, tengo los ojos los saltones, nariz de cerdo, un lunar de diez centímetros de diámetro en la mejilla izquierda, más dientes de los que debería, acné permanente, mi mandíbula inferior sobresale del plano normal, me crece barba y estoy quedando calva. ¿Alguien, realmente, se atrevería a culparme por lo que hice?

miércoles, abril 15, 2009

7 minicríticas

Crepúsculo: Básicamente, esta película es una ofensa al género de vampiros. Obvia, melosa, estúpida. La trama es tan predecible y los diálogos son tan clichés que dan ganas de vomitar. La historia se aprovecha con descaro del encanto y la seducción de los chupasangres para crear un producto que no tiene ni una pizca de originalidad. Muchos dicen que está destinada a un público adolescente, pero los jóvenes no sólo consumen basura, ¡por Dios! Sencillamente, un bodrio de cuarta categoría. Cero aporte.

I’m a cyborg but that’s ok: Park Chan-wook es uno de los mejores directores presentes en la cinematografía actual. Todas sus películas son brillantes. Todas. Este filme lógicamente no es la excepción y es de las cosas más bellas que he visto en los últimos años. Con una estética luminosa y colorida y una banda sonora que te hace volar, el cineasta de Old boy nos dibuja, dentro de un manicomio, una apología al amor puro. Con el coraje, la singularidad y el aire de tragedia propios de su cine, Chan-wook nos toma de la mano y nos transporta a un universo mágico, colmado de verdes, rojos, amarillos y celestes, y lleno de imágenes de gran simbolismo. Hermosa por donde se la mire.

La casa de los 1000 muertos: La primera película de Rob Zombie resulta ser un híbrido de sus predilecciones: cine bizarro, gore y horror clásico. Quien guste de estos géneros se encontrará con una delicia, sin duda. La cinta es un festín de brutalidad y sangre, adornado con una artesanía macabra digna de aplausos. Zombie construye su propia tiendita del horror, a modo de película, y le queda perfecta. La matanza, por supuesto, está a cargo de una tétrica familia de memorables personajes que desparraman carisma por montones, a pesar de ser asesinos satánicos que se pasan los derechos humanos por el recto. Ofensiva, sádica y pervertidamente genial. (Vea aquí el comentario de “The devil’ reject”s, la pseudo secuela tipo western que tuvo este filme.)

Recorte sangriento (Severance): Este divertimento menor, de origen británico, recurre a una idea clásica del cine de terror: un grupo de gente que se queda en una solitaria cabaña en el bosque y que se ve expuesta a espantosos sucesos. En este caso, alguien quiere torturarlos y matarlos uno a uno (¡vanguardia pura!). La diferencia está en que Recorte sangriento no es una película derechamente de terror, sino que más bien es una comedia negra, al estilo inglés, con tintes de horror. Si bien tiene momentos destacables y un par de muertes simpáticas, no sobresale especialmente y se queda como una anécdota más.

El gran Torino: Con una técnica cinematográfica propia de la vieja escuela, simple y austera, Clint Eastwood, quien actúa y dirige, nos golpea con una historia tan cercana que pone los pelos de punta. Tocando temas tan fundamentales como las pandillas, el racismo y la disfuncionalidad familiar, la cinta sobrecoge sin caer en el facilismo sensiblero, sino que con un realismo brutal y poderoso narrado con la cuota justa de emotividad. Todo, por lo demás, está envuelto en una pulcritud visual y narrativa que no hace más que fortalecer esta historia de redención e inmolación. Un filme importante, de peso. Además, Clint Eastwood se despide de la actuación a lo grande.

Escondidos (In Bruges): Gran pero gran película. Cuesta encasillarla; podría decirse que es una suerte de comedia negra, pero no calza del todo: es más que eso, es más que un compilado de situaciones tragicómicas. Da un paso más allá. En primer lugar, su ingenio e hilaridad es sobresaliente, notable; las carcajadas se sostienen en circunstancias lúcidamente urdidas. En segundo lugar, la medieval ciudad en que está ambientada (Brugges, Bélgica) se ve hermosísima. Y en tercer lugar, los múltiples niveles de su contenido, tanto en lo relativo a la trama (inteligente, profunda, astuta) como a los personajes (multidimensionales, atrayentes, peculiares), la transforman en una cinta de una categoría superior al promedio. Un auténtico deleite.

Los crímenes de Oxford: Lector, ¿se ha dado cuenta que en las cintas policiales casi siempre se hace referencia a las novelas policiales? ¿Será por qué siempre habrá mejores ejemplos en el género literario a los cuales homenajear? Bueno, da lo mismo, porque me gusta el género de misterio y este filme (justamente basado en una novela) es bastante decente. Elegante, pausado, frío. Visualmente, destaca el correcto uso de la estética gótica de la ciudad, que complementa la atmósfera de misterio, y el genial plano-secuencia previo al encuentro con la primera víctima. Asimismo, resaltan las referencias filosóficas y la atingente música. La narración, por su parte, es utilitaria y rítmica, aunque se sosiega en la segunda mitad. Es una buena película, claro, pero Alex de la Iglesia (su director) tiene mejores cosas.